viernes, 28 de febrero de 2014

Pétrea presencia

Llegué tarde a clase, cuando entré ya estaban todos dentro. El profesor puso una leve expresión de fastidio al verme atravesar la puerta y siguió hablando. Mi sitio habitual estaba vacío, afortunadamente, y pude sentarme sin hacer mucho ruido. Había poca gente en clase aquel día, se notaba la víspera de vacaciones, además del buen tiempo que estábamos disfrutando aquellos días. Era difícil concentrarse en la densa perorata del profesor cuando desde la ventana se escuchaban las risas lejanas, casi se podía aspirar el aroma de las flores en primavera. Pronto mi mente vagaba por las sensaciones del fin de semana anterior, que fue especialmente placentero, uno de esos fines de semana que se recuerdan con una sonrisa. Poco a poco me fue invadiendo una dulce paz interior, de esas que son peligrosas cuando estás en clase porque son el preludio del sopor, y el sopor es la antesala de aquello que no debes hacer en clase: quedarte dormido.

No sé si estuve dormido un minuto o una hora. Mis sueños habían sido confusos, como es habitual en los sueños, pero me dejaron una agradable sensación, aunque no recordaba casi nada de ellos. Frente a mi estaba mi mesa y mis apuntes, y delante de mi mis compañeros de clase. Pero había algo que no cuadraba. El silencio para empezar. Qué raro que el profesor no estuviera hablando. Quizás estaban haciendo un examen. Miré a mi alrededor. Todos estaban quietos. No se movían. Miré al profesor. Tampoco se movía. Tenía la mirada fija en el horizonte y la boca entreabierta. No comprendía nada. Quizás seguía soñando. Pero al fin y al cabo uno sabe cuándo está despierto, ¿no? Y yo me sentía bien despierto. Entonces era una broma. Me había quedado dormido y se habían dado cuenta. Y así es como se burlaban de mi. Esperé unos segundos, y todo seguía igual. Finalmente, me armé de valor y hablé con voz alta y clara.

  • Está bien, sí, me he quedado dormido. Lo siento. He pasado mala noche.

Me quedé escuchando el eco de mis propias palabras, casi pude sentir cómo las ondas sonoras salían de mi boca y llenaban todo el espacio de aquel aula, llegando hasta la pared de enfrente, donde se encontraba la pizarra, y rebotando en ella, para volver hacia mi y en su camino pasar por los pabellones auditivos de todos los allí presentes, acariciarlos y deleitarlos con mi estúpida disculpa. Pasaron algunos segundos. Pronto fueron minutos. Todos seguían igual de quietos. No pude más y me levanté del asiento. Me abrí paso entre las sillas y salí hacia la palestra. Me dirigí al profesor y me quedé mirándolo. Estaba totalmente inmóvil, ni siquiera se le notaba respirar. Sentí como se me erizaban todos los pelos de la piel y un frío intenso me subía desde las manos hasta los hombros. Me di la vuelta y me quedé contemplando el resto de la clase. Me encontré exactamente con aquello con lo que no deseaba encontrarme. Todos se encontraban en la misma situación. Inmóviles, con la mirada fija, como si fueran estatuas de piedra. Cada uno en una situación diferente. Marta se rascaba la cabeza mirando al techo, Luis miraba disimuladamente su teléfono móvil, que sostenía por debajo de la mesa. Anselmo escribía sobre una hoja con su bolígrafo de cuatro colores, Pedro también escribía, igual que Ana, mientras que Lola tenía la cabeza girada mirando hacia la ventana.

Poco a poco, una hipótesis que se había generado al principio tímidamente, fue tomando forma y ganando terreno a las demás posibles explicaciones a aquella locura. Había escuchado hablar de ello alguna vez, en aquellas conversaciones sobre temas raros en veladas con amigos los fines de semana. O tal vez lo había visto en alguna película. Sea como fuere, ahora era realidad. El tiempo se había detenido en un instante, pero yo no me había detenido con él. Me había quedado atrapado en ese instante congelado entre el devenir de las cosas. ¿Cómo podría salir de allí?

Empecé a pasearme por el aula nerviosamente, como se pasea un padre en la sala de espera mientras su compañera está dando a luz. Encendí un cigarrillo, aunque estuviera prohibido en clase... ojalá alguien se volviera y me pidiera que lo apagase. Pero no fue así. Caminaba de un lado a otro tratando de asimilar la situación en la que me encontraba. Por una parte, algo en mi interior me seguía diciendo que era una broma. Por otra, pensaba que ese periodo de congelación en el tiempo podía terminar en cualquier momento, y todos volverían a moverse, y se sorprenderían al verme levantado, caminando por la clase y fumando. Y a ver cómo les explicaba. Aunque eso era lo de menos, porque lo que realmente deseaba era que aquello terminase. Por último, consideraba levemente la posibilidad de que aquello fuera un sueño.

En primer lugar tenía que descartar definitivamente la hipótesis de que era una broma. A estas alturas y después de todo el tiempo transcurrido, parecía muy improbable, pero tenía que hacerlo. Así que me dirigí hacia mis compañeros. Elegí a Pablo, que eran con quien tenía más confianza, y comencé a hacerle cosquillas. No se movió. Le toqué la cara. Puse mis dedos en su nariz impidiéndole respirar. Seguía sin moverse. Le acerqué un dedo a su ojo. Aquello no podía fallar, cerrar el ojo es un acto reflejo cuando ves que algo se acerca a él. Pero no cerró el ojo. Llegué a tocar su iris.... y nada. Probé ahora con Lola, con quien también tenía confianza. Tampoco cerró el ojo ni reaccionó cuando le tapé la nariz. Me volví a apartar del grupo. Bien, la hipótesis de la broma estaba descartada. ¿Y ahora, qué?

El cigarrillo se había terminado. Me senté en el suelo y encendí otro. Estaba muy confuso, no podía creer lo que estaba sucediendo. Pero la realidad se imponía por sus propios fueros. De pronto me levanté de un salto. Claro, ¿cómo no lo había pensado antes? Saldré de aquí y miraré cómo está el resto del mundo. ¿Estará todo igual de detenido? ¿Estarán los coches parados en las calles, los pájaros detenidos en el cielo, las personas inmóviles en posición de paseo por las aceras? Corrí hacia la puerta. No se abría. Me puse nervioso y empecé a zarandear con fuerza el pomo. Seguía sin abrirse. Comencé a gritar y a dar golpes al pomo mientras seguía zarandeándolo cada vez más violentamente. Hasta que me detuve. Bien, cálmate, por la fuerza no se consiguen las cosas, más vale maña que fuerza, etcétera etcétera. Traté de tranquilizarme, respiré hondo, puse el cigarrillo sobre una mesa, y me dirigí hacia el pomo de la puerta con toda la naturalidad que pude y me dispuse a abrirlo con normalidad. No se abrió. El pomo estaba rígido y no se movía. Me esforcé sobremanera por mantener la calma y traté de subir y bajar un poco el pomo por si estaba atascado, y de moverlo suavemente de izquierda a derecha, al tiempo que intentaba girarlo para provocar el ansiado movimiento de apertura.

Cuando comprendí que la puerta nunca se abriría, fui hacia la ventana. Estaban todas cerradas, qué lástima que aquel instante congelado no hubiera coincidido con alguna ventana abierta. Intenté abrir una de ellas. Después la otra. Después la tercera y última. Al igual que la puerta, parecían petrificadas en sus quicios. No hice grandes esfuerzos pues la experiencia de la puerta ya me había atormentado bastante.

Al poco volví a encontrarme sentado en el suelo con el cigarrillo encendido. La cabeza se me nublaba. Volvió a invadirme el sopor aquel que lo había iniciado todo. Antes de dormirme, todo estaba bien. Después vino aquella pesadilla. Esta vez no luché para mantenerme despierto. Aunque no hubiera servido de mucho. Me abandoné con facilidad al sueño con la esperanza de que al despertar todo volvería a ser como antes...

Mis sueños fueron esta vez angustiosos. Toda la gente de la clase se levantaba, y poco a poco, con una expresión muy seria, se encaminaban hacia mi. No me miraban, su vista estaba fijada en el vacío, pero venían hacia mi. Yo estaba tumbado en el suelo sin poder moverme, esta vez el inmóvil era yo. Mi cerebro daba órdenes desesperadas a los músculos para que se pusieran en movimiento y huyeran de allí lo antes posible. Tenía mucho miedo. Pero mis músculos estaban petrificados, como lo estaban los de mis compañeros cuando estaba despierto. Ni siquiera podía mover la cabeza ni los ojos. Pero desde donde estaba veía perfectamente cómo iban aproximándose. Sus expresiones eran a la vez serias y ausentes. Semejaban autómatas. Cada vez estaban más cerca. Mi corazón latía a toda prisa, estaba muerto de miedo...

Después de aquel sueño vinieron otros, todos inquietantes y turbadores. Finalmente, en algún momento volví a abrir los ojos. Recordaba todo lo ocurrido antes de dormirme y deseaba que todo hubiera pasado. No me atrevía a mirar a mis compañeros. Pero de momento, el silencio no era un buen augurio. Así que me levanté y me enfrenté a mi situación con toda la valentía de la que pude hacer acopio. Allí estaban aún inmóviles los alumnos y el profesor. En la misma posición que tenían antes. Nada había cambiado. Con poca esperanza me dirigí hacia la puerta y las ventanas, pero seguía siendo imposible abrirlas.

Ahora ya estaba descartado que era una broma, y también que era una pesadilla. También que era algo momentáneo y que pasaría cuando me volviera a dormir y a despertar. Estaba atrapado en el tiempo y no sabía lo que podría durar así. Tal vez algunos minutos más, tal vez días, tal vez años, tal vez... no, no quería pensarlo. ¿Qué podía hacer? Multitud de pensamientos pasaban por mi mente mientras me paseaba entre los cuerpos de mis compañeros. Pronto noté un profundo deseo de orinar. Aquella situación sí era totalmente nueva. No podía salir al baño. No podía ir a ningún sitio. Tenía inevitablemente que hacerlo allí. Pero... ¿y si el tiempo de pronto se reanudaba mientras yo me encontraba miccionando? En fin, era un riesgo que debía correr. Que el tiempo se reanudase era lo mejor que podía ocurrir, fuera como fuera. Busqué con la mirada el rincón más apartado de la sala y me dirigí hacia él. Por supuesto contra la pared y a espaldas de mis compañeras. El chorro caliente fluyó hacia la intersección entre la pared y el suelo con gran estrépito, de forma que casi tuve vergüenza que me escucharan y se dieran la vuelta. Una carpeta con apuntes fue alcanzada por las salpicaduras de orina, así como una chaqueta apoyada en el respaldo de una silla. Bueno, si el tiempo vuelve, ya se lo explicaré. Una vez vaciada mi vejiga, me sentí más tranquilo. Me dirigí hacia una silla vacía y me senté allí. Traté de encontrar toda la lucidez y la serenidad que pude para ponerme a pensar cómo podía salir de allí. Quizás si me concentraba con toda mi atención... o tal vez podía tratar de pedir ayuda telepáticamente. No se me ocurría ninguna solución lógica. De pronto me levanté con una intención. En lugar de pensar, me apetecía actuar. Aquella situación podía tener su lado divertido. Podía experimentar. Por ejemplo, ver qué ropa interior llevaban las chicas. O espiar los mensajes de los teléfonos móviles. O los contenidos de las carpetas.

Me dirigí hacia Araceli. Por qué no, pensé. La verdad es que no estaba mal, y además por ella sentía una simpatía especial, algo que no solía sentir por otras chicas o chicos. Me arrodillé bajo sus pies y comencé a levantarle una falda larga de colores, al estilo más hippy. Tenía unas bonitas piernas. Se las acaricié suavemente. Seguí levantando a ver si llegaba a ver la ropa interior. De pronto con mi cabeza golpeé su pie sin querer, y su pierna se movió. Aquello me hizo sentir pánico, me agaché, saqué la cabeza, y salí de allí a toda prisa. Me había entrado el temor de que aquel movimiento de su cuerpo hiciera volver al tiempo y todos me vieran allí bajo las faldas de Araceli. Afortunadamente (o desgraciadamente) no ocurrió. De todas formas me sentía ridículo con ese comportamiento adolescente y me invadió de pronto una oprobiosa sensación de culpa.

No obstante, me puse a jugar con la idea del movimiento. Si los movía, si los cambiaba de sitio, tal vez pudiera provocar que el tiempo volviera a transcurrir. Las puertas y las ventanas no se movían, pero el pie de Araceli sí se movió. Me dirigí nuevamente a ella, ya que era con quien había empezado. La tomé de los hombros y la moví de un lado a otro. Al contrario que la puerta y las ventanas, no ofrecía resistencia. La tomé de los hombros y la moví de adelante hacia atrás, de izquierda a derecha. Moví su cabeza con suavidad de un lado a otro. Finalmente, la tomé en brazos. La llevé a otro lugar. De pronto, recordé los argumentos de los cuentos de hadas, y aunque me pareció absurdo y estúpido, no tenía nada que perder. Así que la besé. Nada ocurría. Al final volví a depositarla en su sitio. Probé también a mover a otros. Finalmente, me volví a sentar en el suelo con un cigarro, cansado por el esfuerzo físico. Después de todo aquel esfuerzo, todos seguían inmóviles.

El tiempo pasó... pasaba para mi, aunque no para el resto del mundo. No llegaba nunca la noche, y aquella luz del sol siempre fija en la ventana me volvía loco. Tenía muchísima sed y mucha hambre. El olor de mis deposiciones al principio me aturdía, pero al final creo que me había acostumbrado. Me movía como un mendigo drogado por la sala, tratando de mantenerme en movimiento para que mis músculos no se atrofiasen, pero la falta de comida me había debilitado mucho. Por eso cada vez me movía menos.

Al no haber ciclos de luz y oscuridad, dormía de forma anárquica cuando me apetecía, que era cada vez con más frecuencia. Había tomado el cuerpo de Araceli y la mantenía tumbada junto a mi, su pétrea presencia de alguna forma me reconfortaba, atenuaba mi lacerante soledad. A veces me quedaba dormido abrazado a ella.

Una de las veces que me dormí supe que iba a ser la última. Quizá fue por la inmensa paz que me invadió, un sentimiento de bienaventuranza que a la vez me impedía moverme, pero no me importaba lo más mínimo. Estaba tirado en algún lugar del suelo, pero no sentía incomodidad alguna. Sentí que mi tiempo había llegado a su fin, mientras el tiempo de los demás seguía parado, quién sabe si presto para seguir funcionando más adelante. Pero yo ya no podría comprobarlo. Mi alma iba a salir de aquel cuerpo, ya sucio, andrajoso y maloliente, débil y enfermo, para adentrarse en nuevos caminos. Ya no sentía hambre, ni sed ni angustia. De todas las formas que alguna vez imaginé en que podría morir, esta nunca se me había ocurrido. Todavía en algún rincón de mi mente yacía la esperanza de que esto no fuera sino un mal sueño, del que despertaría en algún momento. Tal vez más allá de la muerte encontraría la respuesta a todo, y esta esperanza me reconfortaba. De todas formas no importaba, lo único que sabía es que de una forma u otra saldría de allí... Una gran sonrisa llenaba mi boca mientras los ojos lentamente se iban cerrando...

….................

  • ¿Qué ha sido eso?
  • He sido yo.
  • ¿Por qué ha gritado, Araceli?
  • Es que... bueno... yo....
  • ¿Nos va a tener toda la mañana esperando, Araceli?
  • Es que... Dam... estaba aquí delante de mi, y de pronto ha desaparecido.
  • ¡Sí, es cierto, yo lo tenía a mi lado, y de pronto no está! ¡Ha desaparecido de un segundo a otro!
  • Es verdad, yo también lo he visto.

Todos miraron hacia el sitio vacío de Dam. Pronto las cabezas comenzaron a girar en todas direcciones, buscando donde podría estar. Pero no estaba en la clase. ¿Cómo podía haberse esfumado de la nada?

- Bueno, cálmense – dijo el profesor ante la algarabía que se estaba formando – tal vez simplemente no ha venido. (lo dijo con poca fe).

  • ¡Claro que ha venido! Precisamente ha entrado el último. Yo lo vi entrar.
  • ¡Yo también!
Después de varios minutos de desconcierto, finalmente todos se calmaron. “Ya aparecerá, sigamos con la clase, por favor” - dijo el profesor, que tenía prisa por adelantar temario. Y la clase continuó. El profesor hablaba, pero nadie le escuchaba. Todos y cada uno de ellos pensaban en Dam y en aquel extraordinario acontecimiento. Los más racionales pensaban que aquello tendría alguna explicación. Los más fantasiosos se entregaban a las hipótesis más surrealistas. Ya tenían un interesante tema de conversación, así que preparaban sus discursos al respecto. Sus amigos cercanos se preocupaban por él. Quienes estaban sentados cerca de él y vieron como su cuerpo desaparecía, no podían asimilar lo que habían visto. Pablo se preguntaba si habría ido a parar a un universo paralelo... 

Pero entre todos, quien estaba más inquieta era Araceli, que estaba enamorada de Dam desde que empezó el curso pero no se lo había dicho a nadie, y menos a él. Ahora estaba muy nerviosa. Notaba cosquilleos en su cuerpo, sensaciones extrañas que no comprendía. Araceli además era una chica con ciertas facultades especiales, podía sentir o intuir cosas que los demás no notaban. Y esta vez sentía algo con mucha fuerza. Sentía su presencia. Él estaba allí, no se había ido, tan claro como el sol que brillaba en la ventana. Sentía que Dam había ido a parar a alguna dimensión desde la que podía observarla... y lo que más le llamaba la atención era el cosquilleo y la piel de gallina que sentía en todo su cuerpo. Era como si, desde otra dimensión, desde otro mundo, Dam estuviera allí acariciándola en secreto.

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