Llegué tarde a clase,
cuando entré ya estaban todos dentro. El profesor puso una leve
expresión de fastidio al verme atravesar la puerta y siguió
hablando. Mi sitio habitual estaba vacío, afortunadamente, y pude
sentarme sin hacer mucho ruido. Había poca gente en clase aquel día,
se notaba la víspera de vacaciones, además del buen tiempo que
estábamos disfrutando aquellos días. Era difícil concentrarse en
la densa perorata del profesor cuando desde la ventana se
escuchaban las risas lejanas, casi se podía aspirar el aroma de
las flores en primavera. Pronto mi mente vagaba por las sensaciones
del fin de semana anterior, que fue especialmente placentero, uno de
esos fines de semana que se recuerdan con una sonrisa. Poco a poco me
fue invadiendo una dulce paz interior, de esas que son peligrosas
cuando estás en clase porque son el preludio del sopor, y el sopor
es la antesala de aquello que no debes hacer en clase: quedarte
dormido.
No sé si estuve dormido
un minuto o una hora. Mis sueños habían sido confusos, como es
habitual en los sueños, pero me dejaron una agradable sensación,
aunque no recordaba casi nada de ellos. Frente a mi estaba mi mesa y
mis apuntes, y delante de mi mis compañeros de clase. Pero había
algo que no cuadraba. El silencio para empezar. Qué raro que el
profesor no estuviera hablando. Quizás estaban haciendo un examen.
Miré a mi alrededor. Todos estaban quietos. No se movían. Miré al
profesor. Tampoco se movía. Tenía la mirada fija en el horizonte y
la boca entreabierta. No comprendía nada. Quizás seguía soñando.
Pero al fin y al cabo uno sabe cuándo está despierto, ¿no? Y yo me
sentía bien despierto. Entonces era una broma. Me había quedado
dormido y se habían dado cuenta. Y así es como se burlaban de mi.
Esperé unos segundos, y todo seguía igual. Finalmente, me armé de
valor y hablé con voz alta y clara.
- Está bien, sí, me he quedado dormido. Lo siento. He pasado mala noche.
Me quedé escuchando el
eco de mis propias palabras, casi pude sentir cómo las ondas sonoras
salían de mi boca y llenaban todo el espacio de aquel aula, llegando
hasta la pared de enfrente, donde se encontraba la pizarra, y
rebotando en ella, para volver hacia mi y en su camino pasar por los
pabellones auditivos de todos los allí presentes, acariciarlos y
deleitarlos con mi estúpida disculpa. Pasaron algunos segundos.
Pronto fueron minutos. Todos seguían igual de quietos. No pude más
y me levanté del asiento. Me abrí paso entre las sillas y salí
hacia la palestra. Me dirigí al profesor y me quedé mirándolo.
Estaba totalmente inmóvil, ni siquiera se le notaba respirar. Sentí
como se me erizaban todos los pelos de la piel y un frío intenso me
subía desde las manos hasta los hombros. Me di la vuelta y me quedé
contemplando el resto de la clase. Me encontré exactamente con
aquello con lo que no deseaba encontrarme. Todos se encontraban en la
misma situación. Inmóviles, con la mirada fija, como si fueran
estatuas de piedra. Cada uno en una situación diferente. Marta se
rascaba la cabeza mirando al techo, Luis miraba disimuladamente su
teléfono móvil, que sostenía por debajo de la mesa. Anselmo
escribía sobre una hoja con su bolígrafo de cuatro colores, Pedro
también escribía, igual que Ana, mientras que Lola tenía la cabeza
girada mirando hacia la ventana.
Poco a poco, una
hipótesis que se había generado al principio tímidamente, fue
tomando forma y ganando terreno a las demás posibles explicaciones a
aquella locura. Había escuchado hablar de ello alguna vez, en
aquellas conversaciones sobre temas raros en veladas con amigos los
fines de semana. O tal vez lo había visto en alguna película. Sea
como fuere, ahora era realidad. El tiempo se había detenido en un
instante, pero yo no me había detenido con él. Me había quedado
atrapado en ese instante congelado entre el devenir de las cosas.
¿Cómo podría salir de allí?
Empecé a pasearme por el
aula nerviosamente, como se pasea un padre en la sala de espera
mientras su compañera está dando a luz. Encendí un cigarrillo,
aunque estuviera prohibido en clase... ojalá alguien se volviera y
me pidiera que lo apagase. Pero no fue así. Caminaba de un lado a
otro tratando de asimilar la situación en la que me encontraba. Por
una parte, algo en mi interior me seguía diciendo que era una broma.
Por otra, pensaba que ese periodo de congelación en el tiempo podía
terminar en cualquier momento, y todos volverían a moverse, y se
sorprenderían al verme levantado, caminando por la clase y fumando.
Y a ver cómo les explicaba. Aunque eso era lo de menos, porque lo
que realmente deseaba era que aquello terminase. Por último,
consideraba levemente la posibilidad de que aquello fuera un sueño.
En primer lugar tenía
que descartar definitivamente la hipótesis de que era una broma. A
estas alturas y después de todo el tiempo transcurrido, parecía muy
improbable, pero tenía que hacerlo. Así que me dirigí hacia mis
compañeros. Elegí a Pablo, que eran con quien tenía más
confianza, y comencé a hacerle cosquillas. No se movió. Le toqué
la cara. Puse mis dedos en su nariz impidiéndole respirar. Seguía
sin moverse. Le acerqué un dedo a su ojo. Aquello no podía fallar,
cerrar el ojo es un acto reflejo cuando ves que algo se acerca a él.
Pero no cerró el ojo. Llegué a tocar su iris.... y nada. Probé
ahora con Lola, con quien también tenía confianza. Tampoco cerró
el ojo ni reaccionó cuando le tapé la nariz. Me volví a apartar
del grupo. Bien, la hipótesis de la broma estaba descartada. ¿Y
ahora, qué?
El cigarrillo se había
terminado. Me senté en el suelo y encendí otro. Estaba muy confuso,
no podía creer lo que estaba sucediendo. Pero la realidad se imponía
por sus propios fueros. De pronto me levanté de un salto. Claro,
¿cómo no lo había pensado antes? Saldré de aquí y miraré cómo
está el resto del mundo. ¿Estará todo igual de detenido? ¿Estarán
los coches parados en las calles, los pájaros detenidos en el cielo,
las personas inmóviles en posición de paseo por las aceras? Corrí
hacia la puerta. No se abría. Me puse nervioso y empecé a zarandear
con fuerza el pomo. Seguía sin abrirse. Comencé a gritar y a dar
golpes al pomo mientras seguía zarandeándolo cada vez más
violentamente. Hasta que me detuve. Bien, cálmate, por la fuerza no
se consiguen las cosas, más vale maña que fuerza, etcétera
etcétera. Traté de tranquilizarme, respiré hondo, puse el
cigarrillo sobre una mesa, y me dirigí hacia el pomo de la puerta
con toda la naturalidad que pude y me dispuse a abrirlo con
normalidad. No se abrió. El pomo estaba rígido y no se movía. Me
esforcé sobremanera por mantener la calma y traté de subir y bajar
un poco el pomo por si estaba atascado, y de moverlo suavemente de
izquierda a derecha, al tiempo que intentaba girarlo para provocar el
ansiado movimiento de apertura.
Cuando comprendí que la
puerta nunca se abriría, fui hacia la ventana. Estaban todas
cerradas, qué lástima que aquel instante congelado no hubiera
coincidido con alguna ventana abierta. Intenté abrir una de ellas.
Después la otra. Después la tercera y última. Al igual que la
puerta, parecían petrificadas en sus quicios. No hice grandes
esfuerzos pues la experiencia de la puerta ya me había atormentado
bastante.
Al poco volví a
encontrarme sentado en el suelo con el cigarrillo encendido. La
cabeza se me nublaba. Volvió a invadirme el sopor aquel que lo había
iniciado todo. Antes de dormirme, todo estaba bien. Después vino
aquella pesadilla. Esta vez no luché para mantenerme despierto.
Aunque no hubiera servido de mucho. Me abandoné con facilidad al
sueño con la esperanza de que al despertar todo volvería a ser como
antes...
Mis sueños fueron esta
vez angustiosos. Toda la gente de la clase se levantaba, y poco a
poco, con una expresión muy seria, se encaminaban hacia mi. No me
miraban, su vista estaba fijada en el vacío, pero venían hacia mi.
Yo estaba tumbado en el suelo sin poder moverme, esta vez el inmóvil
era yo. Mi cerebro daba órdenes desesperadas a los músculos para
que se pusieran en movimiento y huyeran de allí lo antes posible.
Tenía mucho miedo. Pero mis músculos estaban petrificados, como lo
estaban los de mis compañeros cuando estaba despierto. Ni siquiera
podía mover la cabeza ni los ojos. Pero desde donde estaba veía
perfectamente cómo iban aproximándose. Sus expresiones eran a la
vez serias y ausentes. Semejaban autómatas. Cada vez estaban más
cerca. Mi corazón latía a toda prisa, estaba muerto de miedo...
Después de aquel sueño
vinieron otros, todos inquietantes y turbadores. Finalmente, en algún
momento volví a abrir los ojos. Recordaba todo lo ocurrido antes de
dormirme y deseaba que todo hubiera pasado. No me atrevía a mirar a
mis compañeros. Pero de momento, el silencio no era un buen augurio.
Así que me levanté y me enfrenté a mi situación con toda la
valentía de la que pude hacer acopio. Allí estaban aún inmóviles
los alumnos y el profesor. En la misma posición que tenían antes.
Nada había cambiado. Con poca esperanza me dirigí hacia la puerta y
las ventanas, pero seguía siendo imposible abrirlas.
Ahora ya estaba
descartado que era una broma, y también que era una pesadilla.
También que era algo momentáneo y que pasaría cuando me volviera a
dormir y a despertar. Estaba atrapado en el tiempo y no sabía lo que
podría durar así. Tal vez algunos minutos más, tal vez días, tal
vez años, tal vez... no, no quería pensarlo. ¿Qué podía hacer?
Multitud de pensamientos pasaban por mi mente mientras me paseaba
entre los cuerpos de mis compañeros. Pronto noté un profundo deseo
de orinar. Aquella situación sí era totalmente nueva. No podía
salir al baño. No podía ir a ningún sitio. Tenía inevitablemente
que hacerlo allí. Pero... ¿y si el tiempo de pronto se reanudaba
mientras yo me encontraba miccionando? En fin, era un riesgo que
debía correr. Que el tiempo se reanudase era lo mejor que podía
ocurrir, fuera como fuera. Busqué con la mirada el rincón más
apartado de la sala y me dirigí hacia él. Por supuesto contra la
pared y a espaldas de mis compañeras. El chorro caliente fluyó
hacia la intersección entre la pared y el suelo con gran estrépito,
de forma que casi tuve vergüenza que me escucharan y se dieran la
vuelta. Una carpeta con apuntes fue alcanzada por las salpicaduras de
orina, así como una chaqueta apoyada en el respaldo de una silla.
Bueno, si el tiempo vuelve, ya se lo explicaré. Una vez vaciada mi
vejiga, me sentí más tranquilo. Me dirigí hacia una silla vacía y
me senté allí. Traté de encontrar toda la lucidez y la serenidad
que pude para ponerme a pensar cómo podía salir de allí. Quizás
si me concentraba con toda mi atención... o tal vez podía tratar de
pedir ayuda telepáticamente. No se me ocurría ninguna solución
lógica. De pronto me levanté con una intención. En lugar de
pensar, me apetecía actuar. Aquella situación podía tener su lado
divertido. Podía experimentar. Por ejemplo, ver qué ropa interior
llevaban las chicas. O espiar los mensajes de los teléfonos móviles.
O los contenidos de las carpetas.
Me dirigí hacia Araceli. Por qué no, pensé. La verdad
es que no estaba mal, y además por ella sentía una simpatía
especial, algo que no solía sentir por otras chicas o chicos. Me
arrodillé bajo sus pies y comencé a levantarle una falda larga de
colores, al estilo más hippy. Tenía unas bonitas piernas. Se las
acaricié suavemente. Seguí levantando a ver si llegaba a ver la
ropa interior. De pronto con mi cabeza golpeé su pie sin querer, y
su pierna se movió. Aquello me hizo sentir pánico, me agaché,
saqué la cabeza, y salí de allí a toda prisa. Me había entrado el
temor de que aquel movimiento de su cuerpo hiciera volver al tiempo y
todos me vieran allí bajo las faldas de Araceli. Afortunadamente (o
desgraciadamente) no ocurrió. De todas formas me sentía ridículo
con ese comportamiento adolescente y me invadió de pronto una
oprobiosa sensación de culpa.
No obstante, me puse a
jugar con la idea del movimiento. Si los movía, si los cambiaba de
sitio, tal vez pudiera provocar que el tiempo volviera a transcurrir.
Las puertas y las ventanas no se movían, pero el pie de Araceli sí
se movió. Me dirigí nuevamente a ella, ya que era con quien había
empezado. La tomé de los hombros y la moví de un lado a otro. Al
contrario que la puerta y las ventanas, no ofrecía resistencia. La
tomé de los hombros y la moví de adelante hacia atrás, de
izquierda a derecha. Moví su cabeza con suavidad de un lado a otro.
Finalmente, la tomé en brazos. La llevé a otro lugar. De pronto,
recordé los argumentos de los cuentos de hadas, y aunque me pareció
absurdo y estúpido, no tenía nada que perder. Así que la besé.
Nada ocurría. Al final volví a depositarla en su sitio. Probé
también a mover a otros. Finalmente, me volví a sentar en el suelo
con un cigarro, cansado por el esfuerzo físico. Después de todo
aquel esfuerzo, todos seguían inmóviles.
El tiempo pasó... pasaba
para mi, aunque no para el resto del mundo. No llegaba nunca la
noche, y aquella luz del sol siempre fija en la ventana me volvía
loco. Tenía muchísima sed y mucha hambre. El olor de mis
deposiciones al principio me aturdía, pero al final creo que me
había acostumbrado. Me movía como un mendigo drogado por la sala,
tratando de mantenerme en movimiento para que mis músculos no se
atrofiasen, pero la falta de comida me había debilitado mucho. Por
eso cada vez me movía menos.
Al no haber ciclos de luz
y oscuridad, dormía de forma anárquica cuando me apetecía, que era
cada vez con más frecuencia. Había tomado el cuerpo de Araceli y la
mantenía tumbada junto a mi, su pétrea presencia de alguna forma me
reconfortaba, atenuaba mi lacerante soledad. A veces me quedaba
dormido abrazado a ella.
Una de las veces que me
dormí supe que iba a ser la última. Quizá fue por la inmensa paz
que me invadió, un sentimiento de bienaventuranza que a la vez me
impedía moverme, pero no me importaba lo más mínimo. Estaba tirado
en algún lugar del suelo, pero no sentía incomodidad alguna. Sentí
que mi tiempo había llegado a su fin, mientras el tiempo de los
demás seguía parado, quién sabe si presto para seguir funcionando
más adelante. Pero yo ya no podría comprobarlo. Mi alma iba a salir
de aquel cuerpo, ya sucio, andrajoso y maloliente, débil y enfermo,
para adentrarse en nuevos caminos. Ya no sentía hambre, ni sed ni
angustia. De todas las formas que alguna vez imaginé en que podría
morir, esta nunca se me había ocurrido. Todavía en algún rincón
de mi mente yacía la esperanza de que esto no fuera sino un mal
sueño, del que despertaría en algún momento. Tal vez más allá de
la muerte encontraría la respuesta a todo, y esta esperanza me
reconfortaba. De todas formas no importaba, lo único que sabía es
que de una forma u otra saldría de allí... Una gran sonrisa llenaba
mi boca mientras los ojos lentamente se iban cerrando...
….................
- ¿Qué ha sido eso?
- He sido yo.
- ¿Por qué ha gritado, Araceli?
- Es que... bueno... yo....
- ¿Nos va a tener toda la mañana esperando, Araceli?
- Es que... Dam... estaba aquí delante de mi, y de pronto ha desaparecido.
- ¡Sí, es cierto, yo lo tenía a mi lado, y de pronto no está! ¡Ha desaparecido de un segundo a otro!
- Es verdad, yo también lo he visto.
Todos miraron hacia el sitio vacío de Dam. Pronto las cabezas
comenzaron a girar en todas direcciones, buscando donde podría
estar. Pero no estaba en la clase. ¿Cómo podía haberse esfumado de
la nada?
- Bueno, cálmense – dijo el profesor ante la algarabía que se
estaba formando – tal vez simplemente no ha venido. (lo dijo con
poca fe).
- ¡Claro que ha venido! Precisamente ha entrado el último. Yo lo vi entrar.
- ¡Yo también!
Después de varios minutos de desconcierto, finalmente todos se
calmaron. “Ya aparecerá, sigamos con la clase, por favor” - dijo
el profesor, que tenía prisa por adelantar temario. Y la clase
continuó. El profesor hablaba, pero nadie le escuchaba. Todos y cada
uno de ellos pensaban en Dam y en aquel extraordinario
acontecimiento. Los más racionales pensaban que aquello tendría
alguna explicación. Los más fantasiosos se entregaban a las
hipótesis más surrealistas. Ya tenían un interesante tema de
conversación, así que preparaban sus discursos al respecto. Sus
amigos cercanos se preocupaban por él. Quienes estaban sentados
cerca de él y vieron como su cuerpo desaparecía, no podían
asimilar lo que habían visto. Pablo se preguntaba si habría ido a
parar a un universo paralelo...
Pero entre todos, quien estaba más
inquieta era Araceli, que estaba enamorada de Dam desde que empezó
el curso pero no se lo había dicho a nadie, y menos a él. Ahora
estaba muy nerviosa. Notaba cosquilleos en su cuerpo, sensaciones
extrañas que no comprendía. Araceli además era una chica con
ciertas facultades especiales, podía sentir o intuir cosas que los
demás no notaban. Y esta vez sentía algo con mucha fuerza. Sentía
su presencia. Él estaba allí, no se había ido, tan claro como el
sol que brillaba en la ventana. Sentía que Dam había ido a parar a
alguna dimensión desde la que podía observarla... y lo que más le
llamaba la atención era el cosquilleo y la piel de gallina que
sentía en todo su cuerpo. Era como si, desde otra dimensión, desde
otro mundo, Dam estuviera allí acariciándola en secreto.