viernes, 28 de febrero de 2014

Pétrea presencia

Llegué tarde a clase, cuando entré ya estaban todos dentro. El profesor puso una leve expresión de fastidio al verme atravesar la puerta y siguió hablando. Mi sitio habitual estaba vacío, afortunadamente, y pude sentarme sin hacer mucho ruido. Había poca gente en clase aquel día, se notaba la víspera de vacaciones, además del buen tiempo que estábamos disfrutando aquellos días. Era difícil concentrarse en la densa perorata del profesor cuando desde la ventana se escuchaban las risas lejanas, casi se podía aspirar el aroma de las flores en primavera. Pronto mi mente vagaba por las sensaciones del fin de semana anterior, que fue especialmente placentero, uno de esos fines de semana que se recuerdan con una sonrisa. Poco a poco me fue invadiendo una dulce paz interior, de esas que son peligrosas cuando estás en clase porque son el preludio del sopor, y el sopor es la antesala de aquello que no debes hacer en clase: quedarte dormido.

No sé si estuve dormido un minuto o una hora. Mis sueños habían sido confusos, como es habitual en los sueños, pero me dejaron una agradable sensación, aunque no recordaba casi nada de ellos. Frente a mi estaba mi mesa y mis apuntes, y delante de mi mis compañeros de clase. Pero había algo que no cuadraba. El silencio para empezar. Qué raro que el profesor no estuviera hablando. Quizás estaban haciendo un examen. Miré a mi alrededor. Todos estaban quietos. No se movían. Miré al profesor. Tampoco se movía. Tenía la mirada fija en el horizonte y la boca entreabierta. No comprendía nada. Quizás seguía soñando. Pero al fin y al cabo uno sabe cuándo está despierto, ¿no? Y yo me sentía bien despierto. Entonces era una broma. Me había quedado dormido y se habían dado cuenta. Y así es como se burlaban de mi. Esperé unos segundos, y todo seguía igual. Finalmente, me armé de valor y hablé con voz alta y clara.

  • Está bien, sí, me he quedado dormido. Lo siento. He pasado mala noche.

Me quedé escuchando el eco de mis propias palabras, casi pude sentir cómo las ondas sonoras salían de mi boca y llenaban todo el espacio de aquel aula, llegando hasta la pared de enfrente, donde se encontraba la pizarra, y rebotando en ella, para volver hacia mi y en su camino pasar por los pabellones auditivos de todos los allí presentes, acariciarlos y deleitarlos con mi estúpida disculpa. Pasaron algunos segundos. Pronto fueron minutos. Todos seguían igual de quietos. No pude más y me levanté del asiento. Me abrí paso entre las sillas y salí hacia la palestra. Me dirigí al profesor y me quedé mirándolo. Estaba totalmente inmóvil, ni siquiera se le notaba respirar. Sentí como se me erizaban todos los pelos de la piel y un frío intenso me subía desde las manos hasta los hombros. Me di la vuelta y me quedé contemplando el resto de la clase. Me encontré exactamente con aquello con lo que no deseaba encontrarme. Todos se encontraban en la misma situación. Inmóviles, con la mirada fija, como si fueran estatuas de piedra. Cada uno en una situación diferente. Marta se rascaba la cabeza mirando al techo, Luis miraba disimuladamente su teléfono móvil, que sostenía por debajo de la mesa. Anselmo escribía sobre una hoja con su bolígrafo de cuatro colores, Pedro también escribía, igual que Ana, mientras que Lola tenía la cabeza girada mirando hacia la ventana.

Poco a poco, una hipótesis que se había generado al principio tímidamente, fue tomando forma y ganando terreno a las demás posibles explicaciones a aquella locura. Había escuchado hablar de ello alguna vez, en aquellas conversaciones sobre temas raros en veladas con amigos los fines de semana. O tal vez lo había visto en alguna película. Sea como fuere, ahora era realidad. El tiempo se había detenido en un instante, pero yo no me había detenido con él. Me había quedado atrapado en ese instante congelado entre el devenir de las cosas. ¿Cómo podría salir de allí?

Empecé a pasearme por el aula nerviosamente, como se pasea un padre en la sala de espera mientras su compañera está dando a luz. Encendí un cigarrillo, aunque estuviera prohibido en clase... ojalá alguien se volviera y me pidiera que lo apagase. Pero no fue así. Caminaba de un lado a otro tratando de asimilar la situación en la que me encontraba. Por una parte, algo en mi interior me seguía diciendo que era una broma. Por otra, pensaba que ese periodo de congelación en el tiempo podía terminar en cualquier momento, y todos volverían a moverse, y se sorprenderían al verme levantado, caminando por la clase y fumando. Y a ver cómo les explicaba. Aunque eso era lo de menos, porque lo que realmente deseaba era que aquello terminase. Por último, consideraba levemente la posibilidad de que aquello fuera un sueño.

En primer lugar tenía que descartar definitivamente la hipótesis de que era una broma. A estas alturas y después de todo el tiempo transcurrido, parecía muy improbable, pero tenía que hacerlo. Así que me dirigí hacia mis compañeros. Elegí a Pablo, que eran con quien tenía más confianza, y comencé a hacerle cosquillas. No se movió. Le toqué la cara. Puse mis dedos en su nariz impidiéndole respirar. Seguía sin moverse. Le acerqué un dedo a su ojo. Aquello no podía fallar, cerrar el ojo es un acto reflejo cuando ves que algo se acerca a él. Pero no cerró el ojo. Llegué a tocar su iris.... y nada. Probé ahora con Lola, con quien también tenía confianza. Tampoco cerró el ojo ni reaccionó cuando le tapé la nariz. Me volví a apartar del grupo. Bien, la hipótesis de la broma estaba descartada. ¿Y ahora, qué?

El cigarrillo se había terminado. Me senté en el suelo y encendí otro. Estaba muy confuso, no podía creer lo que estaba sucediendo. Pero la realidad se imponía por sus propios fueros. De pronto me levanté de un salto. Claro, ¿cómo no lo había pensado antes? Saldré de aquí y miraré cómo está el resto del mundo. ¿Estará todo igual de detenido? ¿Estarán los coches parados en las calles, los pájaros detenidos en el cielo, las personas inmóviles en posición de paseo por las aceras? Corrí hacia la puerta. No se abría. Me puse nervioso y empecé a zarandear con fuerza el pomo. Seguía sin abrirse. Comencé a gritar y a dar golpes al pomo mientras seguía zarandeándolo cada vez más violentamente. Hasta que me detuve. Bien, cálmate, por la fuerza no se consiguen las cosas, más vale maña que fuerza, etcétera etcétera. Traté de tranquilizarme, respiré hondo, puse el cigarrillo sobre una mesa, y me dirigí hacia el pomo de la puerta con toda la naturalidad que pude y me dispuse a abrirlo con normalidad. No se abrió. El pomo estaba rígido y no se movía. Me esforcé sobremanera por mantener la calma y traté de subir y bajar un poco el pomo por si estaba atascado, y de moverlo suavemente de izquierda a derecha, al tiempo que intentaba girarlo para provocar el ansiado movimiento de apertura.

Cuando comprendí que la puerta nunca se abriría, fui hacia la ventana. Estaban todas cerradas, qué lástima que aquel instante congelado no hubiera coincidido con alguna ventana abierta. Intenté abrir una de ellas. Después la otra. Después la tercera y última. Al igual que la puerta, parecían petrificadas en sus quicios. No hice grandes esfuerzos pues la experiencia de la puerta ya me había atormentado bastante.

Al poco volví a encontrarme sentado en el suelo con el cigarrillo encendido. La cabeza se me nublaba. Volvió a invadirme el sopor aquel que lo había iniciado todo. Antes de dormirme, todo estaba bien. Después vino aquella pesadilla. Esta vez no luché para mantenerme despierto. Aunque no hubiera servido de mucho. Me abandoné con facilidad al sueño con la esperanza de que al despertar todo volvería a ser como antes...

Mis sueños fueron esta vez angustiosos. Toda la gente de la clase se levantaba, y poco a poco, con una expresión muy seria, se encaminaban hacia mi. No me miraban, su vista estaba fijada en el vacío, pero venían hacia mi. Yo estaba tumbado en el suelo sin poder moverme, esta vez el inmóvil era yo. Mi cerebro daba órdenes desesperadas a los músculos para que se pusieran en movimiento y huyeran de allí lo antes posible. Tenía mucho miedo. Pero mis músculos estaban petrificados, como lo estaban los de mis compañeros cuando estaba despierto. Ni siquiera podía mover la cabeza ni los ojos. Pero desde donde estaba veía perfectamente cómo iban aproximándose. Sus expresiones eran a la vez serias y ausentes. Semejaban autómatas. Cada vez estaban más cerca. Mi corazón latía a toda prisa, estaba muerto de miedo...

Después de aquel sueño vinieron otros, todos inquietantes y turbadores. Finalmente, en algún momento volví a abrir los ojos. Recordaba todo lo ocurrido antes de dormirme y deseaba que todo hubiera pasado. No me atrevía a mirar a mis compañeros. Pero de momento, el silencio no era un buen augurio. Así que me levanté y me enfrenté a mi situación con toda la valentía de la que pude hacer acopio. Allí estaban aún inmóviles los alumnos y el profesor. En la misma posición que tenían antes. Nada había cambiado. Con poca esperanza me dirigí hacia la puerta y las ventanas, pero seguía siendo imposible abrirlas.

Ahora ya estaba descartado que era una broma, y también que era una pesadilla. También que era algo momentáneo y que pasaría cuando me volviera a dormir y a despertar. Estaba atrapado en el tiempo y no sabía lo que podría durar así. Tal vez algunos minutos más, tal vez días, tal vez años, tal vez... no, no quería pensarlo. ¿Qué podía hacer? Multitud de pensamientos pasaban por mi mente mientras me paseaba entre los cuerpos de mis compañeros. Pronto noté un profundo deseo de orinar. Aquella situación sí era totalmente nueva. No podía salir al baño. No podía ir a ningún sitio. Tenía inevitablemente que hacerlo allí. Pero... ¿y si el tiempo de pronto se reanudaba mientras yo me encontraba miccionando? En fin, era un riesgo que debía correr. Que el tiempo se reanudase era lo mejor que podía ocurrir, fuera como fuera. Busqué con la mirada el rincón más apartado de la sala y me dirigí hacia él. Por supuesto contra la pared y a espaldas de mis compañeras. El chorro caliente fluyó hacia la intersección entre la pared y el suelo con gran estrépito, de forma que casi tuve vergüenza que me escucharan y se dieran la vuelta. Una carpeta con apuntes fue alcanzada por las salpicaduras de orina, así como una chaqueta apoyada en el respaldo de una silla. Bueno, si el tiempo vuelve, ya se lo explicaré. Una vez vaciada mi vejiga, me sentí más tranquilo. Me dirigí hacia una silla vacía y me senté allí. Traté de encontrar toda la lucidez y la serenidad que pude para ponerme a pensar cómo podía salir de allí. Quizás si me concentraba con toda mi atención... o tal vez podía tratar de pedir ayuda telepáticamente. No se me ocurría ninguna solución lógica. De pronto me levanté con una intención. En lugar de pensar, me apetecía actuar. Aquella situación podía tener su lado divertido. Podía experimentar. Por ejemplo, ver qué ropa interior llevaban las chicas. O espiar los mensajes de los teléfonos móviles. O los contenidos de las carpetas.

Me dirigí hacia Araceli. Por qué no, pensé. La verdad es que no estaba mal, y además por ella sentía una simpatía especial, algo que no solía sentir por otras chicas o chicos. Me arrodillé bajo sus pies y comencé a levantarle una falda larga de colores, al estilo más hippy. Tenía unas bonitas piernas. Se las acaricié suavemente. Seguí levantando a ver si llegaba a ver la ropa interior. De pronto con mi cabeza golpeé su pie sin querer, y su pierna se movió. Aquello me hizo sentir pánico, me agaché, saqué la cabeza, y salí de allí a toda prisa. Me había entrado el temor de que aquel movimiento de su cuerpo hiciera volver al tiempo y todos me vieran allí bajo las faldas de Araceli. Afortunadamente (o desgraciadamente) no ocurrió. De todas formas me sentía ridículo con ese comportamiento adolescente y me invadió de pronto una oprobiosa sensación de culpa.

No obstante, me puse a jugar con la idea del movimiento. Si los movía, si los cambiaba de sitio, tal vez pudiera provocar que el tiempo volviera a transcurrir. Las puertas y las ventanas no se movían, pero el pie de Araceli sí se movió. Me dirigí nuevamente a ella, ya que era con quien había empezado. La tomé de los hombros y la moví de un lado a otro. Al contrario que la puerta y las ventanas, no ofrecía resistencia. La tomé de los hombros y la moví de adelante hacia atrás, de izquierda a derecha. Moví su cabeza con suavidad de un lado a otro. Finalmente, la tomé en brazos. La llevé a otro lugar. De pronto, recordé los argumentos de los cuentos de hadas, y aunque me pareció absurdo y estúpido, no tenía nada que perder. Así que la besé. Nada ocurría. Al final volví a depositarla en su sitio. Probé también a mover a otros. Finalmente, me volví a sentar en el suelo con un cigarro, cansado por el esfuerzo físico. Después de todo aquel esfuerzo, todos seguían inmóviles.

El tiempo pasó... pasaba para mi, aunque no para el resto del mundo. No llegaba nunca la noche, y aquella luz del sol siempre fija en la ventana me volvía loco. Tenía muchísima sed y mucha hambre. El olor de mis deposiciones al principio me aturdía, pero al final creo que me había acostumbrado. Me movía como un mendigo drogado por la sala, tratando de mantenerme en movimiento para que mis músculos no se atrofiasen, pero la falta de comida me había debilitado mucho. Por eso cada vez me movía menos.

Al no haber ciclos de luz y oscuridad, dormía de forma anárquica cuando me apetecía, que era cada vez con más frecuencia. Había tomado el cuerpo de Araceli y la mantenía tumbada junto a mi, su pétrea presencia de alguna forma me reconfortaba, atenuaba mi lacerante soledad. A veces me quedaba dormido abrazado a ella.

Una de las veces que me dormí supe que iba a ser la última. Quizá fue por la inmensa paz que me invadió, un sentimiento de bienaventuranza que a la vez me impedía moverme, pero no me importaba lo más mínimo. Estaba tirado en algún lugar del suelo, pero no sentía incomodidad alguna. Sentí que mi tiempo había llegado a su fin, mientras el tiempo de los demás seguía parado, quién sabe si presto para seguir funcionando más adelante. Pero yo ya no podría comprobarlo. Mi alma iba a salir de aquel cuerpo, ya sucio, andrajoso y maloliente, débil y enfermo, para adentrarse en nuevos caminos. Ya no sentía hambre, ni sed ni angustia. De todas las formas que alguna vez imaginé en que podría morir, esta nunca se me había ocurrido. Todavía en algún rincón de mi mente yacía la esperanza de que esto no fuera sino un mal sueño, del que despertaría en algún momento. Tal vez más allá de la muerte encontraría la respuesta a todo, y esta esperanza me reconfortaba. De todas formas no importaba, lo único que sabía es que de una forma u otra saldría de allí... Una gran sonrisa llenaba mi boca mientras los ojos lentamente se iban cerrando...

….................

  • ¿Qué ha sido eso?
  • He sido yo.
  • ¿Por qué ha gritado, Araceli?
  • Es que... bueno... yo....
  • ¿Nos va a tener toda la mañana esperando, Araceli?
  • Es que... Dam... estaba aquí delante de mi, y de pronto ha desaparecido.
  • ¡Sí, es cierto, yo lo tenía a mi lado, y de pronto no está! ¡Ha desaparecido de un segundo a otro!
  • Es verdad, yo también lo he visto.

Todos miraron hacia el sitio vacío de Dam. Pronto las cabezas comenzaron a girar en todas direcciones, buscando donde podría estar. Pero no estaba en la clase. ¿Cómo podía haberse esfumado de la nada?

- Bueno, cálmense – dijo el profesor ante la algarabía que se estaba formando – tal vez simplemente no ha venido. (lo dijo con poca fe).

  • ¡Claro que ha venido! Precisamente ha entrado el último. Yo lo vi entrar.
  • ¡Yo también!
Después de varios minutos de desconcierto, finalmente todos se calmaron. “Ya aparecerá, sigamos con la clase, por favor” - dijo el profesor, que tenía prisa por adelantar temario. Y la clase continuó. El profesor hablaba, pero nadie le escuchaba. Todos y cada uno de ellos pensaban en Dam y en aquel extraordinario acontecimiento. Los más racionales pensaban que aquello tendría alguna explicación. Los más fantasiosos se entregaban a las hipótesis más surrealistas. Ya tenían un interesante tema de conversación, así que preparaban sus discursos al respecto. Sus amigos cercanos se preocupaban por él. Quienes estaban sentados cerca de él y vieron como su cuerpo desaparecía, no podían asimilar lo que habían visto. Pablo se preguntaba si habría ido a parar a un universo paralelo... 

Pero entre todos, quien estaba más inquieta era Araceli, que estaba enamorada de Dam desde que empezó el curso pero no se lo había dicho a nadie, y menos a él. Ahora estaba muy nerviosa. Notaba cosquilleos en su cuerpo, sensaciones extrañas que no comprendía. Araceli además era una chica con ciertas facultades especiales, podía sentir o intuir cosas que los demás no notaban. Y esta vez sentía algo con mucha fuerza. Sentía su presencia. Él estaba allí, no se había ido, tan claro como el sol que brillaba en la ventana. Sentía que Dam había ido a parar a alguna dimensión desde la que podía observarla... y lo que más le llamaba la atención era el cosquilleo y la piel de gallina que sentía en todo su cuerpo. Era como si, desde otra dimensión, desde otro mundo, Dam estuviera allí acariciándola en secreto.

sábado, 22 de febrero de 2014

La semilla

Después de un día agotador, nada más relajante que regar el jardín. Las plantas recibían el agua con avidez, sus hojas parecían alegrarse con cada gota de agua que se deslizaba por sus contornos. Un chorro de agua abundante iba de un lado a otro vertiendo su preciosa esencia por todos los rincones, insuflando el elixir de la vida en cada poro de la tierra. Aquella experiencia de regalar y alimentar los corazones verdes de todos aquellos seres me aportaba siempre un estado de dulce serenidad.

Al terminar de regar, me fijaba siempre en una vieja maceta que solo tenía tierra, no recordaba si había tenido alguna planta dentro alguna vez, pero ahora estaba vacía arrumbada en un rincón del jardín, esperando tal vez su momento de volver a albergar un nuevo ser vivo y pulsante. Siempre dejaba las últimas gotas de la manguera para aquella maceta, me gustaba regar aquella tierra aunque no tuviera nada, pensando que en el futuro plantaría algo allí, y entonces una tierra sana y bien alimentada sería un buen alojamiento para el nuevo inquilino.

Aquel día cuando cerré la manguera, me quedé mirando aquella maceta. No sé por qué, hoy me llamaba la atención. La tierra parecía palpitante. Pensé que en su interior estaba ocurriendo algo, y muy pronto vería césped o cualquier florecilla saliendo por allí. En aquel trozo de tierra podían estar ocurriendo en aquel momento miles de cosas en una escala diminuta. Reacciones químicas de todo tipo, células dividiéndose a toda velocidad, nuevas vidas siendo alumbradas en la fértil y húmeda oscuridad. Sería muy interesante poder contemplar todo eso de cerca.

De pronto sentí que alguien tocaba mi hombro. En teoría debería haberme asustado, pues se supone que estaba solo en el jardín. Pero no me asusté. Me di la vuelta y vi a un hombre encorvado que a su vez también se daba la vuelta y se dirigía hacia un carruaje. Le seguí. Estaba anocheciendo y sentí un aire frío recorrer mi espalda. Me subí las solapas del abrigo para taparme el cuello y me introduje en aquel extraño carruaje, mientras me preguntaba si yo tenía puesto un abrigo un momento antes.

El cochero puso en marcha el carruaje, los caballos volaron veloces y pronto el paisaje volaba hacia atrás por la ventana. Aunque no había visto ningún caballo al meterme, pero si no ¿cómo podía estar desplazándose aquel trasto? Y por otra parte, escuchaba algo parecido al rebotar de los cascos sobre el suelo, como en las películas en las que salen ejércitos de jinetes.

Después de dejar atrás un frondoso bosque, nos adentramos en un paisaje yermo con solo algunos árboles solitarios aquí y allá, sin apenas vegetación y con muchas rocas, un paisaje en el que no apetecía perderse. Finalmente el carruaje se paró, después de un rato en el que parecía que estábamos escalando una pronunciada pendiente. Salí del carruaje y noté un aire helado, me embocé bien en el abrigo y me calé el gorro y la bufanda. Ante mi se levantaba un enorme castillo. Estaba anocheciendo y no podía ver mucho, pero el castillo parecía surgir del fondo de algún sitio del subsuelo para llegar hasta lo más alto del cielo, pues mirando hacia arriba apenas distinguía su final. Me dirigí hacia la entrada. Antes de llegar a la puerta, me di la vuelta para contemplar de nuevo el carruaje que me había traído hasta aquí. Era de color negro con pasamanos dorados, y tenía una extraña forma ovalada. Y efectivamente, no había caballos.

Al llegar a la puerta del castillo, di unos golpes sobre ella. Para ser un castillo tan grande, la puerta era de madera y bastante corriente, quizá solo algo más grande que la puerta de una casa normal. Enseguida apareció alguien que abrió la puerta. Había mucha luz en el interior, que me deslumbró y no pude apreciar el rostro de quien me había abierto. En cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz, ya estaba de espaldas a mi caminando hacia el interior de la estancia, sin decir palabra. Me dediqué a mirar a mi alrededor. En contraste con el exterior, había mucha luz y vegetación. El mobiliario era escaso pero bien escogido. Hacía calor, así que me quité el abrigo y demás protecciones contra el frío y las dejé sobre el primer sofá que encontré.

Seguí caminando y me dirigí hacia una de las grandes ventanas que había en la pared oriental de la sala. Eran unos enormes ventanales que comenzaban como a un metro del suelo y se elevaban durante varios metros hasta un techo que parecía no existir. Me aproximé y miré hacia el exterior. Siempre me ha ocurrido que, cuando visito un sitio, lo primero que miro es el exterior por la ventana. Y siempre me resultó una sensación extraña, entrar en un lugar y dedicarme en primer lugar a mirar hacia fuera desde donde vengo, como si algo en mi no se fiara de la nueva reclusión artificial y me impeliera a volver a la libertad sin paredes. O tal vez como si me pusiera en el lugar de alguien que vive siempre en ese lugar y la vista por la ventana es su única comunicación con el exterior. Sea como fuere, miré enseguida a través de los trabajados cristales, y me sorprendió lo que vi. El exterior era un lugar luminoso, con vegetación, personas aquí y allá paseando, algunos bancos para sentarse. Nada parecido a lo que vi cuando descendí del carruaje. Quizás estaba mirando a algún tipo de jardín interior del castillo. Sí, eso debía ser. Miré de nuevo hacia el interior. No había nadie (la persona que me había abierto la puerta había desaparecido), era una gran sala con pocos muebles, plantas y un aspecto sobrio. El lugar me pareció ahora más lóbrego, la única luz era la que entraba por aquellos ventanales. Decidí que saldría a ese patio del castillo que invitaba mucho más a su descubrimiento que aquel lugar mayestático pero frío y solitario.

Tardé bastante en encontrar una puerta entre aquellas interminables paredes llenas de cuadros con escenas extrañas, pero lo conseguí. Pero la puerta no daba al jardín. Ante mi se encontraba otra estancia, esta vez algo más oscura que la anterior, pues sus ventanales eran de menor tamaño. Me acerqué enseguida a los ventanales y pude ver de nuevo el apetecible jardín. Esta vez parecía más animado, con más gente y más bullicio. Comencé a caminar por la estancia buscando una puerta que me llevara al jardín.

Después de un rato dando vueltas, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, no había ninguna puerta. No tenía lógica alguna que aquella estancia no tuviera acceso alguno, además yo entré por una puerta, la cual no conseguía recordar dónde estaba. Había muy pocos muebles allí, así que elegí un sillón más o menos cómodo y me senté. Comencé a tener ensoñaciones sobre caballos desbocados en paisajes lóbregos, que de pronto llegaban a jardines luminosos y se convertían en calabazas. Después me quedé dormido durante un tiempo imposible de determinar.

Al despertar, me encontraba en la misma estancia, pero me pareció que había había algo más de claridad. Me levanté y miré en torno mío, y al fondo descubrí algo parecido a una puerta. Me dirigí hacia allí enseguida temeroso de que la puerta desapareciera. Afortunadamente no lo hizo. La traspasé y encontré otra estancia más oscura que la anterior. Los muebles esta vez parecían abundantes y recargados, de madera oscura y formas caprichosas, y todo el lugar exhalaba un aroma de maderas nobles que resultaba muy acogedor. Me entretuve mirando los muebles de caprichosas formas, hasta que llegué a la ventana. Seguía allí el mismo bullicio, aunque no podía ver mucho porque la ventana era pequeña. Podía escuchar las alegres conversaciones de la gente paseando por el jardín. Quería llegar a ese jardín, y se me estaba resistiendo, pero no podía resistirse mucho más. Las conversaciones se escuchaban tan cerca, que la puerta del jardín debía estar allí. La busqué por todas las paredes pero no había puerta alguna, como en la anterior habitación, ni siquiera la puerta por la que había entrado. 

Puse mi vista sobre un gran mueble lleno de libros. Estuve ojeando algunos títulos, y después me fijé en que una parte del mueble estaba vacía, sin libros. Era un espacio entre las estanterías inferiores, que dejaba un hueco sin libros entre el suelo y uno de los estantes centrales a aproximadamente un metro de altura. Me agaché hacia aquel trozo de pared que me llamaba la atención sin saber por qué. Lo empujé y vi que podía acceder a otra estancia. Me agaché y entré en ella. Aquella estancia era pequeña y estaba muy oscura. En el centro había una gran mesa redonda.

Me acerqué a la mesa. Según me acercaba a ella, se iba haciendo más pequeña. No, en realidad, más lejana. En realidad no conseguía acercarme a ella. Parecía que estaba cerca, pero no era así. En las paredes había estanterías con libros. Aunque cuando entré vi una estancia pequeña y vacía. Los libros estaban escritos en todos los idiomas imaginables, la mayoría incomprensibles. Me entretuve hojeando algunos. Parecían sesudos tratados de complejas disciplinas, aunque también había otros con dibujos y fotografías de contenido aparentemente más liviano. Me senté en el suelo y comencé a curiosear un libro tras otro... aunque no entendía nada, no sabía por qué aquellos libros me fascinaban... finalmente debí quedarme dormido, porque en algún momento abrí los ojos con el recuerdo de sueños muy extraños flotándome en la cabeza, en el último de ellos un ave extraña me perseguía graznando de forma estridente por un interminable pasillo, y cuando estaba a punto de atraparme encontraba el final del pasillo y caía al vacío... momento en el que desperté.

Volví a colocar los libros tirados en el suelo. Seguía en aquel pasillo, pero esta vez la mesa que antaño perseguía parecía más accesible. Estaba al final del pasillo, al final de aquella estancia sin final. Sin saber por qué me subí a la mesa, sentía que para eso había estado tratando tanto tiempo de alcanzarla. Una vez arriba alcé las manos para tocar la lámpara que había pendida sobre el techo. Era de un metal dorado, de finos acabados redondeados, los soportes para las bombillas tenían formas de cabezas de animales, allí había toros, monos, caballos, moscas... soportando cada una su porción de luz redonda. Las fui acariciando, y cuando toqué la cabeza de un ratón, la mesa sobre la que me erguía cedió, y con gran estrépito lámpara, bombillas, cabezales y todo yo caíamos....

Había caído en un lugar blando. No me hice demasiado daño, afortunadamente la lámpara no me cayó encima. Me incorporé lentamente. Estaba sobre césped. Miré a mi alrededor, ya no estaba en la casa, finalmente había llegado al jardín. Eché a andar hacia un grupo de árboles. No se escuchaba nada. No parecía el mismo jardín que había visto por las ventanas. El cielo estaba gris y hacía viento y frío, el tiempo que hacía cuando entré en aquel castillo. Pero no cabía duda de que era el mismo jardín que había visto por la ventana. Había muchas macetas, cenadores, parterres, pasarelas, pasadizos, hamacas, sotos y estatuas blancas, tal como había visto por la ventana, pero ahora no había nadie y solo se escuchaba el sonido de un viento frío y penetrante. 

Llegué hasta una mecedora bajo un dosel flanqueado por dos grandes macetas que albergaban sendas palmeras. Me senté allí y me dejé mecer, mientras la mente comenzó a volar, dirigiéndose a puntos muy lejanos en el futuro y en el pasado... muchos recuerdos aparecieron, buenos y malos, etapas de mi vida sucediéndose una tras otra al compás del vaivén de aquella mecedora... frente a mi se alzaba un bosque... me di la vuelta y ya no estaba el castillo del que había salido. A mi alrededor solo había mucha vegetación. Eché a caminar con los pensamientos vacíos, después de haber repasado mi vida sentí que todo estaba bien y estaba en paz, con todas las posibles deudas saldadas. Solo me quedaba seguir viviendo. Mientras recorría aquel bosque, sentí que la vida que me quedaba iba a ser sencilla, sin sobresaltos, sin grandes problemas ni conflictos, sin intensas emociones tampoco... el viento frío no podía augurar otra cosa. 

Después de caminar durante un tiempo indefinido, distinguí a lo lejos una casa. A medida que me fui acercando descubrí que me resultaba familiar. Finalmente, había vuelto a casa. Al traspasar la verja del jardín, contemplé una por una sus diferentes plantas. Estaban todas tal como las recordaba. Pero al echar la vista sobre la vieja maceta vacía, me sorprendió constatar que ya no estaba allí. En el hueco vacío que había dejado, algo en el suelo me llamó la atención. Me agaché y lo recogí: era una semilla. De colores brillantes y una forma que nunca había visto, pero era una semilla. Con las manos, hice un hueco en la tierra y la enterré. Después fui a por la manguera para regar la semilla recién plantada. Frotándome las manos y con la satisfacción del deber cumplido, salí del jardín y me metí en casa. Era hora de cenar.