domingo, 10 de noviembre de 2013

El acento


            Estimado Señor:
 
            Por la presente deseo manifestarle el interés de la empresa que represento por sus colecciones de azulejos. Estamos interesados en adquirir algunas partidas. Si le parece correcto, nos gustaría enviar allí a dos comerciales nuestros para negociar los términos. La señora González y el señor Hèrbiôt se personarán en ese caso en sus instalaciones en los próximos dias. Espero su respuesta...
 

            Volví a leer y releer aquella carta. No sabía por qué, pero no me gustaba. Quizá quedaba demasiado atrevido enviar así de pronto a dos personas, en realidad bastaba con una, pero enviar a dos comerciales – uno jugando a negociador duro y el otro a simpático y conciliador – era una mejor forma de hacer negocios, o al menos eso decía su jefe. Y por otra parte, si le íbamos a comprar sus productos, tendrían que estar contentos de la posibilidad del nuevo frente de negocio, mi empresa es una gran multinacional. Pero aquella carta, tan escueta y sencilla en la teoría, se me estaba resistiendo. No es que fuera un gran perfeccionista, pero me gustaba hacer las cosas bien. Como no tenía prisa ni tenía muchas más cosas que hacer, decidí concentrarme en aquella carta. Así que opté por imprimirla. Seguro que al verla impresa lo vería todo de otra manera. En realidad era un viejo truco que usaba a menudo para relajarme.

 
            Me recliné hacia atrás en la silla con el pedazo de papel en mis manos. Así vista sobre el folio DIN A 4 eran solo dos o tres líneas, lo único que le daba cierta envergadura eran esos pomposos nombres de empresas en el destinatario y el remitente, con sus direcciones, páginas web, e-mails, nombres de responsables, números de identificación fiscal y todas esas cosas... pero el meollo del asunto eran apenas tres líneas. Abultaba más lo externo que lo interno, lo superfluo que lo importante. Pensé que aquella carta era una paradoja de la vida: se da más importancia a lo irrelevante y lo verdaderamente importante pasa de puntillas, los noticieros solo hablan de vacuidades como deportes o la vida de los famosos mientras miles de personas mueren de hambre y violan a mujeres en las guerras. Me acordé también de aquellas manifestaciones a las que iba hace años en las que había más policías que manifestantes, porque solo habíamos ido unos pocos... o lo que es peor, había más gente normal que manifestantes en un determinado espacio. Mientras unos luchábamos por una causa que creíamos justa, sacrificando nuestro tiempo, olvidándonos de nosotros mismos en aras de un objetivo que, fuera cual fuera, siempre iba encaminado a conseguir un mundo mejor y más digno... la mayoría simplemente pasaban por allí y nos paseaban su exasperante trivialidad por delante de nuestras narices, como jactándose de ella. Es más, algunos incluso nos miraban y se reían. ¿Cómo se atrevían a reírse de nosotros, si debían estar avergonzados de renunciar a la preciosa oportunidad de estar del lado de la Historia? Todos aquellos pensamientos me asaltaban entonces, en la época en que asistía a manifestaciones, y ahora, al volver a recrearlos en mi mente, me parecían bastante exagerados en realidad. El idealismo de la juventud te hace ser poco comprensivo.

 
            Al llegar a este punto me di cuenta de que me estaba distrayendo demasiado, y de que así nunca encontraría una solución a mi problema. Volví a colocar la carta impresa ante mis ojos, para intentar dilucidar qué es lo que no cuadraba allí. Y en ese momento me di cuenta de algo en lo que no me había fijado hasta ese momento. “...el señor Hèrbiôt...”... ese extraño acento sobre la “o” del apellido. ¿Cómo se llama este tipo de acento? Ah sí, el acento circunflejo. Aquel acento era extraño. De alguna forma, era el elemento de la carta que más llamaba la atención. Además, daba la casualidad (¿cómo era eso de que las casualidades no existen?) de que la palabra “Hèrbiôt” quedaba en el centro geométrico del folio, casi a igual distancia del margen derecho y el izquierdo, e igualmente a igual distancia de los bordes superior e inferior. Con lo cual, aquel acento circunflejo se constituía en el mismo epicentro del papel, el kilómetro cero de aquella misiva, una especie de centro geográfico en donde confluyen todas las miradas. Y justo en ese espacio tan importante se hallaba un elemento tan inoportuno como el acento circunflejo. Si ese acento hubiera estado en otro lugar más apartado de la carta, habría pasado desapercibido, pero... allí se hallaba, orgulloso y casi insolente, retándome con su ángulo perfecto de 90 grados, con su aspecto de cima de montaña, o de ceja escéptica. Incluso parecía que la impresora había quedado impresionada ante aquel fenómeno tipográfico y había decidido dotarle de una pequeña porción de tinta extra en comparación con el resto de los caracteres, pues aquella “o” con el acento circunflejo parecía tener más tinta y estar más visible que las letras de su alrededor.

 
            De pronto aparté la carta de mi vista y pensé que aquellos pensamientos eran demasiado extravagantes, eran más propios de un demente que de un director adjunto del departamento de compras. Antes de que aquellas ocurrencias comenzaran a perturbarme, escuché ruidos extraños fuera de mi despacho. Decidí salir a ver qué pasaba. Además, necesitaba distraerme de aquel asunto. Salí al pasillo y observé papeles tirados en el suelo, y levanté la vista justo a tiempo para ver unas piernas de alguien que corría a toda velocidad y desaparecía al doblar a la derecha en el pasillo. Al final de la oficina se oían muchas voces de todo tipo hablando alto. ¿Qué significaba toda aquella algarabía? Por el tono de voz de la gente, lo que estaba ocurriendo no era nada bueno. Seguí el pasillo en la dirección del corredor desaparecido. Doblé en la dirección en que él había doblado y seguí caminando a gran paso hacia el final del pasillo. Allí había mucha gente agolpada en torno a una puerta. Estaban saliendo. ¿Adónde iban? Me acerqué a preguntar. Intenté buscar alguna cara conocida a la que formularle mi pregunta, pero no encontraba ninguna. Además, estaban todos hablando a la vez y no resultaba fácil hacerse oír. Cuando encontré una persona callada y me dispuse a preguntarle a ella, noté como me empujaban por detrás. Me di la vuelta y vi que había varias personas detrás de mi, y que a lo lejos iban llegando más. No tuve más remedio que seguir el flujo de la corriente de todos los demás y salir por aquella puerta. Intenté prestar atención a lo que la gente decía a ver si me enteraba de algo, pero en general lo que la gente hacía era preguntar, igual que estaba preguntando yo. Qué ocurre, a dónde vamos, a dónde nos llevan, por qué estamos saliendo, etc. La puerta llevaba a unas escaleras, así que todos nosotros comenzamos a bajar aquellas escaleras. Seguí intentando fijarme a ver si encontraba caras conocidas, pero no conseguía encontrar ninguna. Se supone que tenían que ser mis compañeros de oficina, pero no sabía quién era aquella gente. Por otra parte, a medida que descendíamos a plantas inferiores, de nuevas puertas aparecían nuevos grupos de personas que se unían a nosotros, por lo que el grupo fue aumentando, todas aquellas personas preguntándose indignadas qué ocurría...
 
 
Después de bajar bastantes pisos por aquella escalera, fuimos todos a desembocar a otra puerta, la cual llevaba a un oscuro pasillo, por el que tuvimos que desfilar a toda prisa (no sabía bien por qué los de atrás empujaban tanto, pero supuse que era simplemente el efecto de combinar multitud más miedo), finalmente aquel pasillo llegaba a otra puerta que daba a la calle. Fuimos saliendo por aquella puerta, que daba a una plaza muy grande que no conocía. En realidad delante de nosotros había una explanada inmensa, flanqueada por grandes edificios que se encontraban a muchos metros de distancia. A medida que salíamos, nos deteníamos allí, hasta que hubieron salido todos y el grupo se quedó allí junto a la puerta del edificio. Miré hacia atrás y ahora no me parecían tantos, cuando bajaba por la escalera parecía que había mucha gente. Quizá era porque ahora estábamos en un espacio abierto. Cuando mis ojos se acostumbraron a la cegadora luz del sol que teníamos de frente, sentí un vuelco en el corazón. Delante de nosotros, a unos pocos metros de distancia y en perfecta alineación, había un gran ejército de policías uniformados. Sus rostros no podían verse porque llevaban un casco que les tapaba gran parte de la cara. Había allí quizá varios cientos de policías formando en silencio, todos con el mismo uniforme y la misma pose, como si fuera un solo individuo repetido en muchas copias , y pensé en aquel momento que eso era lo temible de los ejércitos, miles de cuerpos al ataque pero una sola mente, un mismo pensamiento, un mismo objetivo. Esto los hacía más mortíferos, y al mismo tiempo mucho más manipulables para quien dirigía aquellas hordas. Trata de imaginar un grupo de soldados debatiendo cuál es la mejor línea de acción a seguir, si esta estrategia es mejor que aquella.... o mejor aún, debatiendo si esa guerra tiene algún sentido, y por qué están ahí... Obviamente ese ejército duraría poco. Hacía falta que formaran una sola mente para que alguien gritase adelante y se lanzaran todos a uno como depredadores hambrientos hacia su presa. 


            Nos quedamos todos en silencio mirando a los policías, creo que estábamos todos igual de asustados. Como ellos también estaban en silencio, comenzó a formarse un silencio de esos que se vuelven pegajosos y asfixiantes y se te pegan a la ropa y a la piel... Después de algunos minutos que parecieron eternidades se oyeron algunas voces en el bando contrario y se observaron algunos movimientos. Un grupo de policías vinieron hacia nosotros por un lado, y otro por el otro lado. Empezaron a gritar, “adelante”, y aunque no tenía ni idea de adónde se dirigía aquel “adelante”, la gente empezó a moverse. Pronto quedó claro que los dos grupos de policías a los lados estaban flanqueándonos. A medida que avanzábamos, más policías se fueron colocando a los lados. Como se acercaban cada vez más hacia nosotros, nuestro grupo hubo de adelgazarse, hasta que formó una fila, una fila de fugitivos custodiados por policías de expresión inexistente bajo aquel casco y con la férrea determinación de no permitir que nos detuviéramos. Comenzamos a caminar, y a caminar... Llegamos al final de aquella plaza y nos metimos por una calle. Miré hacia atrás y hacia adelante, hacia aquellos que estaban caminando conmigo, y me pareció que no eran tantos como todos los que habíamos al principio. Los policías tampoco parecían ser tantos como aquel ejército imponente que divisamos al salir a la calle. Pero teníamos que seguir caminando, no sabíamos adónde.

 
            Pronto me di cuenta de que aquella calle por la que marchábamos estaba llena de gente. Miré hacia arriba y vi gente también en las ventanas y balcones mirándonos. Me pareció ver expresiones burlonas. A medida que caminábamos parecía haber cada vez más gente. Éramos un grupo de personas caminando en fila india, otras dos filas de policías a cada lado, y en torno a nosotros un montón de gente, todos mirándonos, todos sonriendo. El silencio hacía tiempo que había desaparecido y se escuchaba un gran estruendo de voces. No alcanzaba a entender lo que decían, pero eran expresiones de burla, lo veía en sus ojos. De pronto comencé a tener miedo, pues nosotros éramos muy pocos y la multitud era cada vez mayor a medida que íbamos recorriendo calles. Ahora me alegraba de que la policía estuviera ahí, y esperaba que no se fueran, pues era lo único que nos salvaba de aquella horda que nos rodeaba. Podía escuchar claramente las risas y carcajadas, y cómo nos señalaban con el dedo. En algún momento los policías tuvieron que sacar sus porras para disuadir a alguno que intentaba llegar hasta nosotros. Afortunadamente el cordón policial no se rompió y seguíamos caminando. Comencé a sentirme cansado, y me di cuenta de que tenía sed, también sentí la necesidad de evacuar mi vejiga, pero... era imposible salir de allí en aquel momento.

 
            Al formarse un recodo, pude mirar lo que había delante de nosotros. Vi que llegábamos a una plaza totalmente abarrotada de gente y pensé que era imposible que entrásemos allí. Había cada vez más ruido y más griterío. Pude observar como los policías tenían que abrirse paso a golpes. Entonces de pronto tuve una impresión, sentí que esto ya había ocurrido. Visualicé el rostro de una mujer en la multitud... no la conocía pero me resultaba un rostro muy familiar y acogedor, me inspiraba. El griterío era cada vez más ensordecedor y la dificultad de movimientos mayor. Penetrábamos muy poco a poco en la plaza. Los policías que nos rodeaban ya estaban pegados a nosotros porque la gente nos acorralaba, sentí empujones e incluso algún puñetazo en el cuerpo. Éramos un pequeño puñado rodeado por unos pocos policías. Vi como nos dirigíamos a un pequeño espacio libre que había en el centro de la plaza. Mi cuerpo era un cúmulo de sensaciones desagradables: cansancio, dolor, sed, ganas de orinar... así que me concentré en el rostro de aquella mujer. De esta forma podía evadirme de la miseria interna y externa que me rodeaba. Sus facciones eran redondeadas, amorosas, amables. Sus ojos eran almendrados y su mirada era luminosa, emitía un amor más allá de las formas y las palabras. Era de una edad indefinida, pero muy bella. Ahora no había gente ni policías, nos habían dejado a nuestro pequeño grupo en aquel espacio central. No sé dónde estarían todos los que salimos del edificio. ¿Se habrían mezclado entre la gente? Miré hacia la multitud que nos rodeaba. Así era. Entre los más enfervorizados, reconocí a algunos de los que habían bajado las escaleras conmigo. Uno incluso nos arrojaba objetos. Sentí como uno me dio en la cabeza provocándome un dolor intenso que me hizo doblarme de rodillas en el suelo. Todo empezó a darme vueltas. Me concentré una vez más en aquel rostro de mujer para olvidar todo lo que me rodeaba. Poco a poco ese rostro se fue desdibujando a medida que perdí la conciencia. Lo último que pude apreciar eran sus cejas. Oh, sus cejas. Tenían forma de acento circunflejo.

viernes, 6 de septiembre de 2013

La desaparición



Dam abrió los ojos. De nuevo volvía a mezclarse sueño con realidad. Un millar de colores fueron fugándose poco a poco hasta quedar todas las cosas sumidas en un gris despreciable, en ese gris al que poco a poco se iría acostumbrando hasta que le parecería un mundo aceptablemente colorido, aceptablemente interesante. Pero en ese instante sabía que era gris, porque podía compararlo con la abrumadora intensidad de la que provenía, esa intensidad que lo apresaba y no quería dejarle ir y a la que deseaba sobre todas las cosas poder entregarse, si no fuera porque algo llamado sentido del deber lo empujaba hacia el mundo mediocre, el mundo de las pálidas sombras grises.

Avanzó a tientas por el dormitorio, con la mente en algún capítulo del intenso sueño que aún lo atrapaba. A medida que se lavaba la cara y los dientes la realidad del periodo de vigilia fue tomando forma y pudo empezar a pensar en lo que le iba a deparar el día que había despuntado. Por la ventana entraba la luz de soslayo con un fulgor intenso, bañando la atmósfera con la premura de la mañana, invitándolo a sumergirse en los rayos del sol para tomar toda la carga de vitalidad que iba a necesitar.

Después de tomar un café con dos galletas, ponerse la ropa que la noche anterior ya había previsto que se pondría y pasarse un rato delante del espejo (demasiado ocupado en sus pensamientos como para contemplarse), se puso el abrigo y salió a la calle.

Al abrir la puerta lo sorprendió una espesísima niebla que se había tragado sin más su calle, las farolas, el edificio de enfrente y todas las cosas que allí esperaba ver, así de pronto, sin pedir permiso. Puso una mueca de contrariedad, se alzó el cuello del abrigo, y echó a andar.

Mientras trataba de ordenar su mente, tratando de poner en orden lo que pensaba que se encontraría en el trabajo y dónde se había quedado el viernes para poder continuar, caminó a tientas por la calle cuyo mapa estaba de tal forma impreso en la memoria que bien podía recorrerla con los ojos cerrados. ¿Cómo terminó la reunión del viernes? ¿Qué parte del marrón le había tocado a él? Sin percibir el mundo que le rodeaba se internó en su calle caminando a grandes pasos. Pero al doblar la esquina que lo metería en la calle principal, la realidad le sacó de sus abstracciones y le reclamó atención. La niebla era más espesa de lo que nunca había visto. ¿Cómo una niebla podía tragarse el mundo de esa forma? Disminuyó el paso y prosiguió con su camino y con su trajín mental, pero con una extraña sensación que al principio no conseguía identificar. Un poco más allá estaba la parada de autobús, tenía deseos de llegar para sentir que todo estaba dentro de la normalidad. Al fin recordó cómo había terminado la reunión, y eso le produjo al fin la sensación de que el mundo estaba en su sitio. Pero a medida que la niebla se iba haciendo más densa, se veía forzado a ralentizar su  paso. Aunque no se daba cuenta, cada vez caminaba más despacio. Finalmente acabó deteniéndose. En primer lugar, porque se había dado cuenta de que estaba caminando tan despacio como si bajo sus pies hubiera un campo de minas invisibles. Y también porque se había dado cuenta del  origen de esa sensación extraña que llevaba sintiendo desde que salió a la calle, sin hasta ahora haber podido identificarla.

El silencio. El más absoluto de los silencios. Ni coches, ni autobuses, ni voces de gente, ni perros ladrando, ni nada de nada. Ni siquiera escuchaba sus propios pasos. Se encontró a sí mismo allí, parado en medio de la calle, o más bien en medio de ningún sitio, porque no veía ninguna calle, ni a ninguna persona, ni oía absolutamente nada que no fuera su propia respiración. Su mente se detuvo  por completo y se quedó parado durante varios minutos. Aquello no podía estar ocurriendo. ¿Acaso seguía durmiendo? No, estaba perfectamente despierto, lo sabía. Se dio la vuelta, trató de extender la vista hacia todas las direcciones. No veía absolutamente nada. Estaba en medio de la nada. Miró hacia abajo y pudo distinguir sus propios pies, sobre un trocito de suelo del tamaño de una pequeña baldosa. Miró hacia arriba y no vio nada. No sabía exactamente cuánto había caminado, ni si habría llegado ya hasta la parada de autobús. De hecho podría estar en medio de la calle y arrollarle de pronto un autobús. Pero pronto comenzó a ser patente que donde estaba ahora no había autobuses ni paradas. Su mente volvió a moverse como un torbellino, esta vez para tratar de averiguar qué es lo que estaba ocurriendo. Pero no había ninguna explicación lógica. Finalmente decidió que volvería a casa para pensar qué hacer. Se dio media vuelta y comenzó a andar. Poco a poco la realidad de aquel despropósito se fue poniendo de manifiesto. No podía volver a casa porque no sabía donde estaba. En realidad, en aquella pesadilla en que estaba metido ya no existía su casa, ni existía su trabajo, ni sus amigos, ni existía nada. Estaba en mitad de una nada. O de la nada. Como aquello se revelaba frontalmente contra cualquier atisbo de lógica o de sentido común, le costaba mucho aceptarlo. Pero la realidad estaba allí imponiéndose por sus propios fueros, silenciosa, blanca, inmensa.

Examinó sus ropas para ver si todo estaba en orden. De pronto tuvo una idea, utilizaría el móvil para llamar a alguien y preguntarle si le estaba pasando lo mismo. Tomó el teléfono en la mano y echó un vistazo a la agenda. Alejandro, Amalia, Andrés.... pulsó el botón verde. Andrés respondió con voz de estar dormido “¿Sí?” Dam abrió la boca para hablar, y para su sorpresa notó como, a pesar de mover la lengua para articular palabras, ningún sonido salía de allí. Aquello le asustó hasta tal punto que dejó caer el aparato. Se quedó un buen rato quieto, sin atreverse a volver a intentar hablar, mientras desde el suelo sonaba una voz lejana emitiendo sonidos metálicos. “¡Dam! Damián, ¿eres tú? … ¡Hola! ¿Quién es?” – sonaba aquel sonido como desde otra dimensión, una dimensión cuya puerta de entrada alguien había borrado del mapa. Aquello ya desafiaba todas las leyes del sentido común. Decidió rotundamente que se hallaba en medio de una pesadilla, y que esta pasaría, y que despertaría aliviado y se levantaría contento de que hubiera terminado, tomaría su desayuno, saldría a la calle, y la vida volvería a ser normal, la de siempre, la vida que él conocía, y habría coches, autobuses, gente y perros caminando por la calle, y un cielo azul, o gris plomizo, pero un cielo al fin y al cabo sobre su cabeza. Aquel pensamiento lo relajó, un poco al menos. Se agachó, cogió el teléfono, se lo echó al bolsillo y echó a andar. “Seguiré caminando y en algún momento esta pesadilla terminará”.

Caminaba sin preocuparse de por dónde iba. Qué más da, es una pesadilla, se dijo. Ya casi ni veía el suelo bajo sus pies, ni apenas sus pies. Estaba metido en una broma de mal gusto, en una nada tan absoluta que le hacía daño. Sus ojos se acostumbraron a no ver nada más que aquel humillo blanquecino de la niebla, sus oídos se acostumbraron a no oír nada, y respecto a su voz, la sensación anterior había sido tan desagradable que decidió rotundamente no volver a despegar los labios hasta que no saliera de allí. Al menos sus piernas se movían, y suelo había, porque no se hundía, así que podía andar. Y si el suelo se hundía mejor, le ocurriría algo terrible y entonces al fin despertaría.

Pero el suelo no se hundía, nada cambiaba, sus pasos seguían llevándole a ningún sitio y comenzó a sentir fatiga. Deseó sentarse en algún sitio. ¿Pero dónde? En la nada no había bancos ni sillas para sentarse. Se agachó y se sentó en el suelo. Se sintió tan ridículo allí sentado que se levantó enseguida, y siguió caminando. Tampoco estaba tan cansado, al fin y al cabo. Y de alguna forma sentía que debía estar en movimiento, para que al menos ocurriera algo, lo que fuera, bueno o terrible, pero algo. Así la pesadilla terminaría de una vez y volvería a abrir los ojos sobre su cama.

A medida que caminaba, su mente se iba aquietando. Estar en la nada, al fin y al cabo algo influye, debe ser como el dinero que atrae al dinero: la nada atrae a más nada. Caminaba ya sin pensar en su trabajo, para qué, ya pensaría en ello cuando llegase el momento, además no le apetecía. Caminaba sin pensar en nada; o mejor dicho, caminaba con todo su ser en aquella nada. Por eso no le inquietó mucho cuando, en una de las ocasiones en las que miró hacia abajo, observó que sus pies ya no estaban allí: la nada también los había engullido. Menos mal que, a pesar de ello, podía seguir andando. Se preguntó si sus manos también habrían desparecido, pero no le apetecía sacarlas de los bolsillos. No es porque tuviera frío. En realidad no notaba ninguna sensación térmica en particular, es como si estuviera en un mundo en el que tampoco había temperatura. Ni siquiera sentía cansancio, a pesar de todo el tiempo que -suponía- debía llevar ya caminando. La mente estaba cada vez más relajada, ya ni siquiera pensaba si era una pesadilla ni le preocupaba que llegase el final de esta. Simplemente caminaba, y estaba bien así.

Debía llevar ya mucho tiempo caminando, pero el tiempo también parecía haberse largado a otra dimensión más.... usual. Si no hay espacio, para qué hace falta el tiempo. Al fin y al cabo, ¿no son dos caras de una misma moneda? En su mente también reinaba la nada, solo interrumpida por algún recuerdo difuso aquí y allá. Eran recuerdos antiguos, de su adolescencia, su infancia, tiempos pasados. Se encontraba en una aceptación forzosa de aquella realidad que se había instalado de pronto en su vida, y no trataba de revelarse. Por eso no le inquietó especialmente el darse cuenta de que lo estaba olvidando todo. No recordaba con precisión quién era, ni qué hacía, apenas recordaba su nombre. Sólo veía imágenes, las pocas veces que aparecían en la nada, imágenes de acontecimientos que le habían ocurrido, acontecimientos en realidad nada especiales. Se veía a si mismo de niño sentado a la mesa sosteniendo un trozo de comida con el tenedor. O se veía caminando por una calle con algún grupo de amigos. Eran recuerdos difusos, y en realidad no estaba seguro de ser él el protagonista de las imágenes.

Además de no recordar, tampoco sentía demasiado. Cada vez era menos consciente de su propio cuerpo. O de lo que quedaba de él, porque la nada lo iba engullendo. Ya no veía sus piernas, era consciente de que se movían, porque él sentía que caminaba. Suponía que debían estar ahí abajo, con su movimiento pendular, un dos, un dos... Mientras le movieran, todo estaba bien. Y si no se movía, también estaba bien. Paulatinamente la aceptación iba imponiéndose, todo estaba bien así, fuera como fuera, era lo que debía ser. Trató de pensar cómo sería su expresión ahora. Mas si hubiera tenido un espejo, ¿seguiría su rostro allí? ¿Cómo era su rostro? Ya no lo recordaba. Qué más daba. Seguía caminando perdido en un infinito blanco, en una estancia sin confines, sin cielo ni techo, sin paredes ni ventanas, sin tiempo ni esencia. No había ya casi cuerpo, no había mente.

No había persona. No, tampoco había persona. Había alguien que caminaba, bueno, que se movía, o al menos que estaba allí, se supone que desplazándose. ¿Pero cómo se puede saber si algo se está desplazando, cuando no hay puntos de referencia para saber que ha cambiado de posición? Y en realidad ¿qué más daba? A medida que la sensación se iba haciendo más irreal, al mismo tiempo era todo más real, y se asumía sin más preguntas, sin dudas ni recelos, se asumía como realidad indiscutible, fuera cual fuera su naturaleza.

Y una calma sin precedentes. Una calma muy gratificante, porque cuando no hay nada, no se puede perder, ni ganar nada. Nada puede hacerte daño tampoco. Porque además ¿a quién haría daño? El último e inevitable paso (ahora que ya no podía distinguir ningún miembro de su cuerpo), era lógico: se iría fundiendo con la nada. La nada y yo somos lo mismo. Si no hay un yo al que pueda dar un nombre, ¿qué sentido tiene diferenciarme del resto? Y, por otra parte, ¿de qué resto?

La conciencia se mueve entre la nada. La nada deja poco a poco de ser nada, y se transforma en todo. Y la conciencia se funde con ese todo. Siento, estoy aquí, no tengo límites ni dimensiones, no tengo nombre ni recuerdos. No tengo principio ni fin, y nadie puede nombrarme porque no hay palabras para describirme, porque no tengo atributos ni propiedades, ni nada con lo que compararme, nada antes ni después, nada mejor ni peor. Soy, eso es todo lo que puedo decir de mi. No sé si alguien más es. Quizás yo lo soy todo, y no hay un tú. Una bienaventuranza inmensa se apodera de mi, llena el todo y rebosa los bordes del infinito en el que estoy y soy. Todo está bien así. Puedo estar así eternamente, porque el tiempo también ha dejado de existir.

El blanco vacío y un ser que empezó a atravesarlo, hasta que el ser es el vacío. El vacío como única realidad. El no tiempo y el no espacio. Y es absolutamente exquisito. Nunca las cosas estuvieron mejor que ahora.