viernes, 6 de septiembre de 2013

La desaparición



Dam abrió los ojos. De nuevo volvía a mezclarse sueño con realidad. Un millar de colores fueron fugándose poco a poco hasta quedar todas las cosas sumidas en un gris despreciable, en ese gris al que poco a poco se iría acostumbrando hasta que le parecería un mundo aceptablemente colorido, aceptablemente interesante. Pero en ese instante sabía que era gris, porque podía compararlo con la abrumadora intensidad de la que provenía, esa intensidad que lo apresaba y no quería dejarle ir y a la que deseaba sobre todas las cosas poder entregarse, si no fuera porque algo llamado sentido del deber lo empujaba hacia el mundo mediocre, el mundo de las pálidas sombras grises.

Avanzó a tientas por el dormitorio, con la mente en algún capítulo del intenso sueño que aún lo atrapaba. A medida que se lavaba la cara y los dientes la realidad del periodo de vigilia fue tomando forma y pudo empezar a pensar en lo que le iba a deparar el día que había despuntado. Por la ventana entraba la luz de soslayo con un fulgor intenso, bañando la atmósfera con la premura de la mañana, invitándolo a sumergirse en los rayos del sol para tomar toda la carga de vitalidad que iba a necesitar.

Después de tomar un café con dos galletas, ponerse la ropa que la noche anterior ya había previsto que se pondría y pasarse un rato delante del espejo (demasiado ocupado en sus pensamientos como para contemplarse), se puso el abrigo y salió a la calle.

Al abrir la puerta lo sorprendió una espesísima niebla que se había tragado sin más su calle, las farolas, el edificio de enfrente y todas las cosas que allí esperaba ver, así de pronto, sin pedir permiso. Puso una mueca de contrariedad, se alzó el cuello del abrigo, y echó a andar.

Mientras trataba de ordenar su mente, tratando de poner en orden lo que pensaba que se encontraría en el trabajo y dónde se había quedado el viernes para poder continuar, caminó a tientas por la calle cuyo mapa estaba de tal forma impreso en la memoria que bien podía recorrerla con los ojos cerrados. ¿Cómo terminó la reunión del viernes? ¿Qué parte del marrón le había tocado a él? Sin percibir el mundo que le rodeaba se internó en su calle caminando a grandes pasos. Pero al doblar la esquina que lo metería en la calle principal, la realidad le sacó de sus abstracciones y le reclamó atención. La niebla era más espesa de lo que nunca había visto. ¿Cómo una niebla podía tragarse el mundo de esa forma? Disminuyó el paso y prosiguió con su camino y con su trajín mental, pero con una extraña sensación que al principio no conseguía identificar. Un poco más allá estaba la parada de autobús, tenía deseos de llegar para sentir que todo estaba dentro de la normalidad. Al fin recordó cómo había terminado la reunión, y eso le produjo al fin la sensación de que el mundo estaba en su sitio. Pero a medida que la niebla se iba haciendo más densa, se veía forzado a ralentizar su  paso. Aunque no se daba cuenta, cada vez caminaba más despacio. Finalmente acabó deteniéndose. En primer lugar, porque se había dado cuenta de que estaba caminando tan despacio como si bajo sus pies hubiera un campo de minas invisibles. Y también porque se había dado cuenta del  origen de esa sensación extraña que llevaba sintiendo desde que salió a la calle, sin hasta ahora haber podido identificarla.

El silencio. El más absoluto de los silencios. Ni coches, ni autobuses, ni voces de gente, ni perros ladrando, ni nada de nada. Ni siquiera escuchaba sus propios pasos. Se encontró a sí mismo allí, parado en medio de la calle, o más bien en medio de ningún sitio, porque no veía ninguna calle, ni a ninguna persona, ni oía absolutamente nada que no fuera su propia respiración. Su mente se detuvo  por completo y se quedó parado durante varios minutos. Aquello no podía estar ocurriendo. ¿Acaso seguía durmiendo? No, estaba perfectamente despierto, lo sabía. Se dio la vuelta, trató de extender la vista hacia todas las direcciones. No veía absolutamente nada. Estaba en medio de la nada. Miró hacia abajo y pudo distinguir sus propios pies, sobre un trocito de suelo del tamaño de una pequeña baldosa. Miró hacia arriba y no vio nada. No sabía exactamente cuánto había caminado, ni si habría llegado ya hasta la parada de autobús. De hecho podría estar en medio de la calle y arrollarle de pronto un autobús. Pero pronto comenzó a ser patente que donde estaba ahora no había autobuses ni paradas. Su mente volvió a moverse como un torbellino, esta vez para tratar de averiguar qué es lo que estaba ocurriendo. Pero no había ninguna explicación lógica. Finalmente decidió que volvería a casa para pensar qué hacer. Se dio media vuelta y comenzó a andar. Poco a poco la realidad de aquel despropósito se fue poniendo de manifiesto. No podía volver a casa porque no sabía donde estaba. En realidad, en aquella pesadilla en que estaba metido ya no existía su casa, ni existía su trabajo, ni sus amigos, ni existía nada. Estaba en mitad de una nada. O de la nada. Como aquello se revelaba frontalmente contra cualquier atisbo de lógica o de sentido común, le costaba mucho aceptarlo. Pero la realidad estaba allí imponiéndose por sus propios fueros, silenciosa, blanca, inmensa.

Examinó sus ropas para ver si todo estaba en orden. De pronto tuvo una idea, utilizaría el móvil para llamar a alguien y preguntarle si le estaba pasando lo mismo. Tomó el teléfono en la mano y echó un vistazo a la agenda. Alejandro, Amalia, Andrés.... pulsó el botón verde. Andrés respondió con voz de estar dormido “¿Sí?” Dam abrió la boca para hablar, y para su sorpresa notó como, a pesar de mover la lengua para articular palabras, ningún sonido salía de allí. Aquello le asustó hasta tal punto que dejó caer el aparato. Se quedó un buen rato quieto, sin atreverse a volver a intentar hablar, mientras desde el suelo sonaba una voz lejana emitiendo sonidos metálicos. “¡Dam! Damián, ¿eres tú? … ¡Hola! ¿Quién es?” – sonaba aquel sonido como desde otra dimensión, una dimensión cuya puerta de entrada alguien había borrado del mapa. Aquello ya desafiaba todas las leyes del sentido común. Decidió rotundamente que se hallaba en medio de una pesadilla, y que esta pasaría, y que despertaría aliviado y se levantaría contento de que hubiera terminado, tomaría su desayuno, saldría a la calle, y la vida volvería a ser normal, la de siempre, la vida que él conocía, y habría coches, autobuses, gente y perros caminando por la calle, y un cielo azul, o gris plomizo, pero un cielo al fin y al cabo sobre su cabeza. Aquel pensamiento lo relajó, un poco al menos. Se agachó, cogió el teléfono, se lo echó al bolsillo y echó a andar. “Seguiré caminando y en algún momento esta pesadilla terminará”.

Caminaba sin preocuparse de por dónde iba. Qué más da, es una pesadilla, se dijo. Ya casi ni veía el suelo bajo sus pies, ni apenas sus pies. Estaba metido en una broma de mal gusto, en una nada tan absoluta que le hacía daño. Sus ojos se acostumbraron a no ver nada más que aquel humillo blanquecino de la niebla, sus oídos se acostumbraron a no oír nada, y respecto a su voz, la sensación anterior había sido tan desagradable que decidió rotundamente no volver a despegar los labios hasta que no saliera de allí. Al menos sus piernas se movían, y suelo había, porque no se hundía, así que podía andar. Y si el suelo se hundía mejor, le ocurriría algo terrible y entonces al fin despertaría.

Pero el suelo no se hundía, nada cambiaba, sus pasos seguían llevándole a ningún sitio y comenzó a sentir fatiga. Deseó sentarse en algún sitio. ¿Pero dónde? En la nada no había bancos ni sillas para sentarse. Se agachó y se sentó en el suelo. Se sintió tan ridículo allí sentado que se levantó enseguida, y siguió caminando. Tampoco estaba tan cansado, al fin y al cabo. Y de alguna forma sentía que debía estar en movimiento, para que al menos ocurriera algo, lo que fuera, bueno o terrible, pero algo. Así la pesadilla terminaría de una vez y volvería a abrir los ojos sobre su cama.

A medida que caminaba, su mente se iba aquietando. Estar en la nada, al fin y al cabo algo influye, debe ser como el dinero que atrae al dinero: la nada atrae a más nada. Caminaba ya sin pensar en su trabajo, para qué, ya pensaría en ello cuando llegase el momento, además no le apetecía. Caminaba sin pensar en nada; o mejor dicho, caminaba con todo su ser en aquella nada. Por eso no le inquietó mucho cuando, en una de las ocasiones en las que miró hacia abajo, observó que sus pies ya no estaban allí: la nada también los había engullido. Menos mal que, a pesar de ello, podía seguir andando. Se preguntó si sus manos también habrían desparecido, pero no le apetecía sacarlas de los bolsillos. No es porque tuviera frío. En realidad no notaba ninguna sensación térmica en particular, es como si estuviera en un mundo en el que tampoco había temperatura. Ni siquiera sentía cansancio, a pesar de todo el tiempo que -suponía- debía llevar ya caminando. La mente estaba cada vez más relajada, ya ni siquiera pensaba si era una pesadilla ni le preocupaba que llegase el final de esta. Simplemente caminaba, y estaba bien así.

Debía llevar ya mucho tiempo caminando, pero el tiempo también parecía haberse largado a otra dimensión más.... usual. Si no hay espacio, para qué hace falta el tiempo. Al fin y al cabo, ¿no son dos caras de una misma moneda? En su mente también reinaba la nada, solo interrumpida por algún recuerdo difuso aquí y allá. Eran recuerdos antiguos, de su adolescencia, su infancia, tiempos pasados. Se encontraba en una aceptación forzosa de aquella realidad que se había instalado de pronto en su vida, y no trataba de revelarse. Por eso no le inquietó especialmente el darse cuenta de que lo estaba olvidando todo. No recordaba con precisión quién era, ni qué hacía, apenas recordaba su nombre. Sólo veía imágenes, las pocas veces que aparecían en la nada, imágenes de acontecimientos que le habían ocurrido, acontecimientos en realidad nada especiales. Se veía a si mismo de niño sentado a la mesa sosteniendo un trozo de comida con el tenedor. O se veía caminando por una calle con algún grupo de amigos. Eran recuerdos difusos, y en realidad no estaba seguro de ser él el protagonista de las imágenes.

Además de no recordar, tampoco sentía demasiado. Cada vez era menos consciente de su propio cuerpo. O de lo que quedaba de él, porque la nada lo iba engullendo. Ya no veía sus piernas, era consciente de que se movían, porque él sentía que caminaba. Suponía que debían estar ahí abajo, con su movimiento pendular, un dos, un dos... Mientras le movieran, todo estaba bien. Y si no se movía, también estaba bien. Paulatinamente la aceptación iba imponiéndose, todo estaba bien así, fuera como fuera, era lo que debía ser. Trató de pensar cómo sería su expresión ahora. Mas si hubiera tenido un espejo, ¿seguiría su rostro allí? ¿Cómo era su rostro? Ya no lo recordaba. Qué más daba. Seguía caminando perdido en un infinito blanco, en una estancia sin confines, sin cielo ni techo, sin paredes ni ventanas, sin tiempo ni esencia. No había ya casi cuerpo, no había mente.

No había persona. No, tampoco había persona. Había alguien que caminaba, bueno, que se movía, o al menos que estaba allí, se supone que desplazándose. ¿Pero cómo se puede saber si algo se está desplazando, cuando no hay puntos de referencia para saber que ha cambiado de posición? Y en realidad ¿qué más daba? A medida que la sensación se iba haciendo más irreal, al mismo tiempo era todo más real, y se asumía sin más preguntas, sin dudas ni recelos, se asumía como realidad indiscutible, fuera cual fuera su naturaleza.

Y una calma sin precedentes. Una calma muy gratificante, porque cuando no hay nada, no se puede perder, ni ganar nada. Nada puede hacerte daño tampoco. Porque además ¿a quién haría daño? El último e inevitable paso (ahora que ya no podía distinguir ningún miembro de su cuerpo), era lógico: se iría fundiendo con la nada. La nada y yo somos lo mismo. Si no hay un yo al que pueda dar un nombre, ¿qué sentido tiene diferenciarme del resto? Y, por otra parte, ¿de qué resto?

La conciencia se mueve entre la nada. La nada deja poco a poco de ser nada, y se transforma en todo. Y la conciencia se funde con ese todo. Siento, estoy aquí, no tengo límites ni dimensiones, no tengo nombre ni recuerdos. No tengo principio ni fin, y nadie puede nombrarme porque no hay palabras para describirme, porque no tengo atributos ni propiedades, ni nada con lo que compararme, nada antes ni después, nada mejor ni peor. Soy, eso es todo lo que puedo decir de mi. No sé si alguien más es. Quizás yo lo soy todo, y no hay un tú. Una bienaventuranza inmensa se apodera de mi, llena el todo y rebosa los bordes del infinito en el que estoy y soy. Todo está bien así. Puedo estar así eternamente, porque el tiempo también ha dejado de existir.

El blanco vacío y un ser que empezó a atravesarlo, hasta que el ser es el vacío. El vacío como única realidad. El no tiempo y el no espacio. Y es absolutamente exquisito. Nunca las cosas estuvieron mejor que ahora.