El espejo sostuvo mi retrato durante un tiempo, pero al cabo
decidió que no era aquella la configuración de colores y formas que prefería, y
cambió de sortilegio. Poco a poco mi imagen se fue transformando en un extraño
entramado de colores. Los colores se cruzaban entre ellos formando extrañas y
complejas figuras geométricas. El espejo decidió guiarse por el único lenguaje
universal: las matemáticas.
Poco a poco las formas y colores que constituían mi imagen,
que hasta hacía poco había estado allí serena y aquietada, se fueron mezclando
y remezclando entre ellas elaborando estructuras enormemente complejas, un
desfile de fractales danzando frente a mi, revelándome los secretos más
antiguos del universo, aquellos que no pueden ser descritos con el lenguaje y
la inteligencia humana. Mi mente se veía
atraída por todas aquellas caprichosas pero perfectas formaciones, que la
llamaban en un lenguaje que yo no entendía, pero que era más poderoso que el
rugido de un huracán, y al que sabía que no iba a poder sustraerme.
El espejo se convirtió en la puerta de entrada. Intuí que ya
nunca nada volvería a ser lo mismo. Me dejé llevar. Al mirar hacia abajo, vi
que mi cuerpo ya no estaba ahí. Lo que estaba ocurriendo en la esmerilada
superficie que había frente a mi se reflejaba enfrente. Ahora yo debía reflejar
lo que allí estaba ocurriendo. Mis moléculas cambiaron su forma de girar y
comenzaron a obedecer las órdenes del que otrora fuera su reflejo. Mi ser se
desfragmentó y descompuso, a tal punto que ya no existía en forma sólida, perdí
mis sentidos y órganos motrices, me convertí en una danza organizada de moléculas
recreando ecuaciones matemáticas.
Lo que no comprendía es cómo mi mente podía seguir
funcionando, sin un soporte que la alojara y sostuviera, o al menos sin su
soporte físico habitual. “La mente es independiente del cuerpo”. Ajá, era
verdad. La habitación en la que antes estaba se había transformado en muchos
colores, formas y sonidos que ahora se entremezclaban conmigo, mi ser se diluyó
en un baile cósmico de células que se movían en direcciones que yo no
comprendía. Ya no había espejo, ni puertas, ni paredes ni ventanas, sólo formas
geométricas complejas cambiando de configuración una y otra vez.
Mi mente seguía contemplando aquello, pero ya no podía
llamarlo mi mente, no había una conciencia del yo, no había límites que
separasen nada porque no había cosas que pudieran ser separadas, todo se
mezclaba, remezclaba y confundía en una perfecta sinfonía de movimientos
imprevisibles pero plausibles. No había límites delante ni detrás, en el
espacio ni en el tiempo. No había un mañana ni un ayer. Sólo el eterno baile de
las moléculas.