Después de un día
agotador, nada más relajante que regar el jardín. Las plantas
recibían el agua con avidez, sus hojas parecían alegrarse con cada
gota de agua que se deslizaba por sus contornos. Un chorro de agua
abundante iba de un lado a otro vertiendo su preciosa esencia por
todos los rincones, insuflando el elixir de la vida en cada poro de
la tierra. Aquella experiencia de regalar y alimentar los corazones
verdes de todos aquellos seres me aportaba siempre un estado de dulce
serenidad.
Al terminar de regar, me
fijaba siempre en una vieja maceta que solo tenía tierra, no
recordaba si había tenido alguna planta dentro alguna vez, pero
ahora estaba vacía arrumbada en un rincón del jardín, esperando
tal vez su momento de volver a albergar un nuevo ser vivo y pulsante.
Siempre dejaba las últimas gotas de la manguera para aquella maceta,
me gustaba regar aquella tierra aunque no tuviera nada, pensando que
en el futuro plantaría algo allí, y entonces una tierra sana y bien
alimentada sería un buen alojamiento para el nuevo inquilino.
Aquel día cuando cerré
la manguera, me quedé mirando aquella maceta. No sé por qué, hoy
me llamaba la atención. La tierra parecía palpitante. Pensé que en
su interior estaba ocurriendo algo, y muy pronto vería césped o
cualquier florecilla saliendo por allí. En aquel trozo de tierra
podían estar ocurriendo en aquel momento miles de cosas en una
escala diminuta. Reacciones químicas de todo tipo, células
dividiéndose a toda velocidad, nuevas vidas siendo alumbradas en la
fértil y húmeda oscuridad. Sería muy interesante poder contemplar
todo eso de cerca.
De pronto sentí que
alguien tocaba mi hombro. En teoría debería haberme asustado, pues
se supone que estaba solo en el jardín. Pero no me asusté. Me di la
vuelta y vi a un hombre encorvado que a su vez también se daba la
vuelta y se dirigía hacia un carruaje. Le seguí. Estaba
anocheciendo y sentí un aire frío recorrer mi espalda. Me subí las
solapas del abrigo para taparme el cuello y me introduje en aquel
extraño carruaje, mientras me preguntaba si yo tenía puesto un
abrigo un momento antes.
El cochero puso en marcha
el carruaje, los caballos volaron veloces y pronto el paisaje volaba
hacia atrás por la ventana. Aunque no había visto ningún caballo
al meterme, pero si no ¿cómo podía estar desplazándose aquel
trasto? Y por otra parte, escuchaba algo parecido al rebotar de los
cascos sobre el suelo, como en las películas en las que salen
ejércitos de jinetes.
Después de dejar atrás
un frondoso bosque, nos adentramos en un paisaje yermo con solo
algunos árboles solitarios aquí y allá, sin apenas vegetación y
con muchas rocas, un paisaje en el que no apetecía perderse.
Finalmente el carruaje se paró, después de un rato en el que
parecía que estábamos escalando una pronunciada pendiente. Salí
del carruaje y noté un aire helado, me embocé bien en el abrigo y
me calé el gorro y la bufanda. Ante mi se levantaba un enorme
castillo. Estaba anocheciendo y no podía ver mucho, pero el castillo
parecía surgir del fondo de algún sitio del subsuelo para llegar
hasta lo más alto del cielo, pues mirando hacia arriba apenas
distinguía su final. Me dirigí hacia la entrada. Antes de llegar a
la puerta, me di la vuelta para contemplar de nuevo el carruaje que
me había traído hasta aquí. Era de color negro con pasamanos
dorados, y tenía una extraña forma ovalada. Y efectivamente, no
había caballos.
Al llegar a la puerta del
castillo, di unos golpes sobre ella. Para ser un castillo tan grande,
la puerta era de madera y bastante corriente, quizá solo algo más
grande que la puerta de una casa normal. Enseguida apareció alguien
que abrió la puerta. Había mucha luz en el interior, que me
deslumbró y no pude apreciar el rostro de quien me había abierto.
En cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz, ya estaba de
espaldas a mi caminando hacia el interior de la estancia, sin decir
palabra. Me dediqué a mirar a mi alrededor. En contraste con el
exterior, había mucha luz y vegetación. El mobiliario era escaso
pero bien escogido. Hacía calor, así que me quité el abrigo y
demás protecciones contra el frío y las dejé sobre el primer sofá
que encontré.
Seguí caminando y me
dirigí hacia una de las grandes ventanas que había en la pared
oriental de la sala. Eran unos enormes ventanales que comenzaban
como a un metro del suelo y se elevaban durante varios metros hasta
un techo que parecía no existir. Me aproximé y miré hacia el
exterior. Siempre me ha ocurrido que, cuando visito un sitio, lo
primero que miro es el exterior por la ventana. Y siempre me resultó
una sensación extraña, entrar en un lugar y dedicarme en primer
lugar a mirar hacia fuera desde donde vengo, como si algo en mi no se
fiara de la nueva reclusión artificial y me impeliera a volver a la
libertad sin paredes. O tal vez como si me pusiera en el lugar de
alguien que vive siempre en ese lugar y la vista por la ventana es su
única comunicación con el exterior. Sea como fuere, miré enseguida
a través de los trabajados cristales, y me sorprendió lo que vi. El
exterior era un lugar luminoso, con vegetación, personas aquí y
allá paseando, algunos bancos para sentarse. Nada parecido a lo que
vi cuando descendí del carruaje. Quizás estaba mirando a algún
tipo de jardín interior del castillo. Sí, eso debía ser. Miré de
nuevo hacia el interior. No había nadie (la persona que me había
abierto la puerta había desaparecido), era una gran sala con pocos
muebles, plantas y un aspecto sobrio. El lugar me pareció ahora más
lóbrego, la única luz era la que entraba por aquellos ventanales.
Decidí que saldría a ese patio del castillo que invitaba mucho más
a su descubrimiento que aquel lugar mayestático pero frío y
solitario.
Tardé bastante en
encontrar una puerta entre aquellas interminables paredes llenas de
cuadros con escenas extrañas, pero lo conseguí. Pero la puerta no
daba al jardín. Ante mi se encontraba otra estancia, esta vez algo
más oscura que la anterior, pues sus ventanales eran de menor
tamaño. Me acerqué enseguida a los ventanales y pude ver de nuevo
el apetecible jardín. Esta vez parecía más animado, con más gente
y más bullicio. Comencé a caminar por la estancia buscando una
puerta que me llevara al jardín.
Después de un rato dando
vueltas, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, no había
ninguna puerta. No tenía lógica alguna que aquella estancia no
tuviera acceso alguno, además yo entré por una puerta, la cual no
conseguía recordar dónde estaba. Había muy pocos muebles allí,
así que elegí un sillón más o menos cómodo y me senté. Comencé
a tener ensoñaciones sobre caballos desbocados en paisajes lóbregos,
que de pronto llegaban a jardines luminosos y se convertían en
calabazas. Después me quedé dormido durante un tiempo imposible de
determinar.
Al despertar, me
encontraba en la misma estancia, pero me pareció que había había
algo más de claridad. Me levanté y miré en torno mío, y al fondo
descubrí algo parecido a una puerta. Me dirigí hacia allí
enseguida temeroso de que la puerta desapareciera. Afortunadamente no
lo hizo. La traspasé y encontré otra estancia más oscura que la
anterior. Los muebles esta vez parecían abundantes y recargados, de
madera oscura y formas caprichosas, y todo el lugar exhalaba un aroma
de maderas nobles que resultaba muy acogedor. Me entretuve mirando
los muebles de caprichosas formas, hasta que llegué a la ventana.
Seguía allí el mismo bullicio, aunque no podía ver mucho porque la
ventana era pequeña. Podía escuchar las alegres conversaciones de
la gente paseando por el jardín. Quería llegar a ese jardín, y se
me estaba resistiendo, pero no podía resistirse mucho más. Las
conversaciones se escuchaban tan cerca, que la puerta del jardín
debía estar allí. La busqué por todas las paredes pero no había
puerta alguna, como en la anterior habitación, ni siquiera la puerta
por la que había entrado.
Puse mi
vista sobre un gran mueble lleno de libros. Estuve ojeando algunos
títulos, y después me fijé en que una parte del mueble estaba
vacía, sin libros. Era un espacio entre las estanterías inferiores,
que dejaba un hueco sin libros entre el suelo y uno de los estantes
centrales a aproximadamente un metro de altura. Me agaché hacia
aquel trozo de pared que me llamaba la atención sin saber por qué.
Lo empujé y vi que podía acceder a otra estancia. Me agaché y
entré en ella. Aquella estancia era pequeña y estaba muy oscura. En
el centro había una gran mesa redonda.
Me acerqué a la mesa. Según me acercaba a ella, se iba haciendo más pequeña. No, en realidad, más lejana. En realidad no conseguía acercarme a ella. Parecía que estaba cerca, pero no era así. En las paredes había estanterías con libros. Aunque cuando entré vi una estancia pequeña y vacía. Los libros estaban escritos en todos los idiomas imaginables, la mayoría incomprensibles. Me entretuve hojeando algunos. Parecían sesudos tratados de complejas disciplinas, aunque también había otros con dibujos y fotografías de contenido aparentemente más liviano. Me senté en el suelo y comencé a curiosear un libro tras otro... aunque no entendía nada, no sabía por qué aquellos libros me fascinaban... finalmente debí quedarme dormido, porque en algún momento abrí los ojos con el recuerdo de sueños muy extraños flotándome en la cabeza, en el último de ellos un ave extraña me perseguía graznando de forma estridente por un interminable pasillo, y cuando estaba a punto de atraparme encontraba el final del pasillo y caía al vacío... momento en el que desperté.
Volví a colocar los
libros tirados en el suelo. Seguía en aquel pasillo, pero esta vez
la mesa que antaño perseguía parecía más accesible. Estaba al
final del pasillo, al final de aquella estancia sin final. Sin saber
por qué me subí a la mesa, sentía que para eso había estado
tratando tanto tiempo de alcanzarla. Una vez arriba alcé las manos
para tocar la lámpara que había pendida sobre el techo. Era de un
metal dorado, de finos acabados redondeados, los soportes para las
bombillas tenían formas de cabezas de animales, allí había toros,
monos, caballos, moscas... soportando cada una su porción de luz
redonda. Las fui acariciando, y cuando toqué la cabeza de un ratón,
la mesa sobre la que me erguía cedió, y con gran estrépito
lámpara, bombillas, cabezales y todo yo caíamos....
Había caído en un lugar blando. No me hice demasiado daño,
afortunadamente la lámpara no me cayó encima. Me incorporé
lentamente. Estaba sobre césped. Miré a mi alrededor, ya no estaba
en la casa, finalmente había llegado al jardín. Eché a andar hacia
un grupo de árboles. No se escuchaba nada. No parecía el mismo
jardín que había visto por las ventanas. El cielo estaba gris y
hacía viento y frío, el tiempo que hacía cuando entré en aquel
castillo. Pero no cabía duda de que era el mismo jardín que había
visto por la ventana. Había muchas macetas, cenadores, parterres,
pasarelas, pasadizos, hamacas, sotos y estatuas blancas, tal como
había visto por la ventana, pero ahora no había nadie y solo se
escuchaba el sonido de un viento frío y penetrante.
Llegué hasta
una mecedora bajo un dosel flanqueado por dos grandes macetas que
albergaban sendas palmeras. Me senté allí y me dejé mecer,
mientras la mente comenzó a volar, dirigiéndose a puntos muy
lejanos en el futuro y en el pasado... muchos recuerdos aparecieron,
buenos y malos, etapas de mi vida sucediéndose una tras otra al
compás del vaivén de aquella mecedora... frente a mi se alzaba un
bosque... me di la vuelta y ya no estaba el castillo del que había
salido. A mi alrededor solo había mucha vegetación. Eché a caminar
con los pensamientos vacíos, después de haber repasado mi vida
sentí que todo estaba bien y estaba en paz, con todas las posibles
deudas saldadas. Solo me quedaba seguir viviendo. Mientras recorría
aquel bosque, sentí que la vida que me quedaba iba a ser sencilla,
sin sobresaltos, sin grandes problemas ni conflictos, sin intensas
emociones tampoco... el viento frío no podía augurar otra cosa.
Después de caminar durante un tiempo indefinido, distinguí a lo
lejos una casa. A medida que me fui acercando descubrí que me
resultaba familiar. Finalmente, había vuelto a casa. Al traspasar la
verja del jardín, contemplé una por una sus diferentes plantas.
Estaban todas tal como las recordaba. Pero al echar la vista sobre la
vieja maceta vacía, me sorprendió constatar que ya no estaba allí.
En el hueco vacío que había dejado, algo en el suelo me llamó la
atención. Me agaché y lo recogí: era una semilla. De colores
brillantes y una forma que nunca había visto, pero era una semilla.
Con las manos, hice un hueco en la tierra y la enterré. Después fui
a por la manguera para regar la semilla recién plantada. Frotándome
las manos y con la satisfacción del deber cumplido, salí del jardín
y me metí en casa. Era hora de cenar.
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