sábado, 22 de febrero de 2014

La semilla

Después de un día agotador, nada más relajante que regar el jardín. Las plantas recibían el agua con avidez, sus hojas parecían alegrarse con cada gota de agua que se deslizaba por sus contornos. Un chorro de agua abundante iba de un lado a otro vertiendo su preciosa esencia por todos los rincones, insuflando el elixir de la vida en cada poro de la tierra. Aquella experiencia de regalar y alimentar los corazones verdes de todos aquellos seres me aportaba siempre un estado de dulce serenidad.

Al terminar de regar, me fijaba siempre en una vieja maceta que solo tenía tierra, no recordaba si había tenido alguna planta dentro alguna vez, pero ahora estaba vacía arrumbada en un rincón del jardín, esperando tal vez su momento de volver a albergar un nuevo ser vivo y pulsante. Siempre dejaba las últimas gotas de la manguera para aquella maceta, me gustaba regar aquella tierra aunque no tuviera nada, pensando que en el futuro plantaría algo allí, y entonces una tierra sana y bien alimentada sería un buen alojamiento para el nuevo inquilino.

Aquel día cuando cerré la manguera, me quedé mirando aquella maceta. No sé por qué, hoy me llamaba la atención. La tierra parecía palpitante. Pensé que en su interior estaba ocurriendo algo, y muy pronto vería césped o cualquier florecilla saliendo por allí. En aquel trozo de tierra podían estar ocurriendo en aquel momento miles de cosas en una escala diminuta. Reacciones químicas de todo tipo, células dividiéndose a toda velocidad, nuevas vidas siendo alumbradas en la fértil y húmeda oscuridad. Sería muy interesante poder contemplar todo eso de cerca.

De pronto sentí que alguien tocaba mi hombro. En teoría debería haberme asustado, pues se supone que estaba solo en el jardín. Pero no me asusté. Me di la vuelta y vi a un hombre encorvado que a su vez también se daba la vuelta y se dirigía hacia un carruaje. Le seguí. Estaba anocheciendo y sentí un aire frío recorrer mi espalda. Me subí las solapas del abrigo para taparme el cuello y me introduje en aquel extraño carruaje, mientras me preguntaba si yo tenía puesto un abrigo un momento antes.

El cochero puso en marcha el carruaje, los caballos volaron veloces y pronto el paisaje volaba hacia atrás por la ventana. Aunque no había visto ningún caballo al meterme, pero si no ¿cómo podía estar desplazándose aquel trasto? Y por otra parte, escuchaba algo parecido al rebotar de los cascos sobre el suelo, como en las películas en las que salen ejércitos de jinetes.

Después de dejar atrás un frondoso bosque, nos adentramos en un paisaje yermo con solo algunos árboles solitarios aquí y allá, sin apenas vegetación y con muchas rocas, un paisaje en el que no apetecía perderse. Finalmente el carruaje se paró, después de un rato en el que parecía que estábamos escalando una pronunciada pendiente. Salí del carruaje y noté un aire helado, me embocé bien en el abrigo y me calé el gorro y la bufanda. Ante mi se levantaba un enorme castillo. Estaba anocheciendo y no podía ver mucho, pero el castillo parecía surgir del fondo de algún sitio del subsuelo para llegar hasta lo más alto del cielo, pues mirando hacia arriba apenas distinguía su final. Me dirigí hacia la entrada. Antes de llegar a la puerta, me di la vuelta para contemplar de nuevo el carruaje que me había traído hasta aquí. Era de color negro con pasamanos dorados, y tenía una extraña forma ovalada. Y efectivamente, no había caballos.

Al llegar a la puerta del castillo, di unos golpes sobre ella. Para ser un castillo tan grande, la puerta era de madera y bastante corriente, quizá solo algo más grande que la puerta de una casa normal. Enseguida apareció alguien que abrió la puerta. Había mucha luz en el interior, que me deslumbró y no pude apreciar el rostro de quien me había abierto. En cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz, ya estaba de espaldas a mi caminando hacia el interior de la estancia, sin decir palabra. Me dediqué a mirar a mi alrededor. En contraste con el exterior, había mucha luz y vegetación. El mobiliario era escaso pero bien escogido. Hacía calor, así que me quité el abrigo y demás protecciones contra el frío y las dejé sobre el primer sofá que encontré.

Seguí caminando y me dirigí hacia una de las grandes ventanas que había en la pared oriental de la sala. Eran unos enormes ventanales que comenzaban como a un metro del suelo y se elevaban durante varios metros hasta un techo que parecía no existir. Me aproximé y miré hacia el exterior. Siempre me ha ocurrido que, cuando visito un sitio, lo primero que miro es el exterior por la ventana. Y siempre me resultó una sensación extraña, entrar en un lugar y dedicarme en primer lugar a mirar hacia fuera desde donde vengo, como si algo en mi no se fiara de la nueva reclusión artificial y me impeliera a volver a la libertad sin paredes. O tal vez como si me pusiera en el lugar de alguien que vive siempre en ese lugar y la vista por la ventana es su única comunicación con el exterior. Sea como fuere, miré enseguida a través de los trabajados cristales, y me sorprendió lo que vi. El exterior era un lugar luminoso, con vegetación, personas aquí y allá paseando, algunos bancos para sentarse. Nada parecido a lo que vi cuando descendí del carruaje. Quizás estaba mirando a algún tipo de jardín interior del castillo. Sí, eso debía ser. Miré de nuevo hacia el interior. No había nadie (la persona que me había abierto la puerta había desaparecido), era una gran sala con pocos muebles, plantas y un aspecto sobrio. El lugar me pareció ahora más lóbrego, la única luz era la que entraba por aquellos ventanales. Decidí que saldría a ese patio del castillo que invitaba mucho más a su descubrimiento que aquel lugar mayestático pero frío y solitario.

Tardé bastante en encontrar una puerta entre aquellas interminables paredes llenas de cuadros con escenas extrañas, pero lo conseguí. Pero la puerta no daba al jardín. Ante mi se encontraba otra estancia, esta vez algo más oscura que la anterior, pues sus ventanales eran de menor tamaño. Me acerqué enseguida a los ventanales y pude ver de nuevo el apetecible jardín. Esta vez parecía más animado, con más gente y más bullicio. Comencé a caminar por la estancia buscando una puerta que me llevara al jardín.

Después de un rato dando vueltas, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, no había ninguna puerta. No tenía lógica alguna que aquella estancia no tuviera acceso alguno, además yo entré por una puerta, la cual no conseguía recordar dónde estaba. Había muy pocos muebles allí, así que elegí un sillón más o menos cómodo y me senté. Comencé a tener ensoñaciones sobre caballos desbocados en paisajes lóbregos, que de pronto llegaban a jardines luminosos y se convertían en calabazas. Después me quedé dormido durante un tiempo imposible de determinar.

Al despertar, me encontraba en la misma estancia, pero me pareció que había había algo más de claridad. Me levanté y miré en torno mío, y al fondo descubrí algo parecido a una puerta. Me dirigí hacia allí enseguida temeroso de que la puerta desapareciera. Afortunadamente no lo hizo. La traspasé y encontré otra estancia más oscura que la anterior. Los muebles esta vez parecían abundantes y recargados, de madera oscura y formas caprichosas, y todo el lugar exhalaba un aroma de maderas nobles que resultaba muy acogedor. Me entretuve mirando los muebles de caprichosas formas, hasta que llegué a la ventana. Seguía allí el mismo bullicio, aunque no podía ver mucho porque la ventana era pequeña. Podía escuchar las alegres conversaciones de la gente paseando por el jardín. Quería llegar a ese jardín, y se me estaba resistiendo, pero no podía resistirse mucho más. Las conversaciones se escuchaban tan cerca, que la puerta del jardín debía estar allí. La busqué por todas las paredes pero no había puerta alguna, como en la anterior habitación, ni siquiera la puerta por la que había entrado. 

Puse mi vista sobre un gran mueble lleno de libros. Estuve ojeando algunos títulos, y después me fijé en que una parte del mueble estaba vacía, sin libros. Era un espacio entre las estanterías inferiores, que dejaba un hueco sin libros entre el suelo y uno de los estantes centrales a aproximadamente un metro de altura. Me agaché hacia aquel trozo de pared que me llamaba la atención sin saber por qué. Lo empujé y vi que podía acceder a otra estancia. Me agaché y entré en ella. Aquella estancia era pequeña y estaba muy oscura. En el centro había una gran mesa redonda.

Me acerqué a la mesa. Según me acercaba a ella, se iba haciendo más pequeña. No, en realidad, más lejana. En realidad no conseguía acercarme a ella. Parecía que estaba cerca, pero no era así. En las paredes había estanterías con libros. Aunque cuando entré vi una estancia pequeña y vacía. Los libros estaban escritos en todos los idiomas imaginables, la mayoría incomprensibles. Me entretuve hojeando algunos. Parecían sesudos tratados de complejas disciplinas, aunque también había otros con dibujos y fotografías de contenido aparentemente más liviano. Me senté en el suelo y comencé a curiosear un libro tras otro... aunque no entendía nada, no sabía por qué aquellos libros me fascinaban... finalmente debí quedarme dormido, porque en algún momento abrí los ojos con el recuerdo de sueños muy extraños flotándome en la cabeza, en el último de ellos un ave extraña me perseguía graznando de forma estridente por un interminable pasillo, y cuando estaba a punto de atraparme encontraba el final del pasillo y caía al vacío... momento en el que desperté.

Volví a colocar los libros tirados en el suelo. Seguía en aquel pasillo, pero esta vez la mesa que antaño perseguía parecía más accesible. Estaba al final del pasillo, al final de aquella estancia sin final. Sin saber por qué me subí a la mesa, sentía que para eso había estado tratando tanto tiempo de alcanzarla. Una vez arriba alcé las manos para tocar la lámpara que había pendida sobre el techo. Era de un metal dorado, de finos acabados redondeados, los soportes para las bombillas tenían formas de cabezas de animales, allí había toros, monos, caballos, moscas... soportando cada una su porción de luz redonda. Las fui acariciando, y cuando toqué la cabeza de un ratón, la mesa sobre la que me erguía cedió, y con gran estrépito lámpara, bombillas, cabezales y todo yo caíamos....

Había caído en un lugar blando. No me hice demasiado daño, afortunadamente la lámpara no me cayó encima. Me incorporé lentamente. Estaba sobre césped. Miré a mi alrededor, ya no estaba en la casa, finalmente había llegado al jardín. Eché a andar hacia un grupo de árboles. No se escuchaba nada. No parecía el mismo jardín que había visto por las ventanas. El cielo estaba gris y hacía viento y frío, el tiempo que hacía cuando entré en aquel castillo. Pero no cabía duda de que era el mismo jardín que había visto por la ventana. Había muchas macetas, cenadores, parterres, pasarelas, pasadizos, hamacas, sotos y estatuas blancas, tal como había visto por la ventana, pero ahora no había nadie y solo se escuchaba el sonido de un viento frío y penetrante. 

Llegué hasta una mecedora bajo un dosel flanqueado por dos grandes macetas que albergaban sendas palmeras. Me senté allí y me dejé mecer, mientras la mente comenzó a volar, dirigiéndose a puntos muy lejanos en el futuro y en el pasado... muchos recuerdos aparecieron, buenos y malos, etapas de mi vida sucediéndose una tras otra al compás del vaivén de aquella mecedora... frente a mi se alzaba un bosque... me di la vuelta y ya no estaba el castillo del que había salido. A mi alrededor solo había mucha vegetación. Eché a caminar con los pensamientos vacíos, después de haber repasado mi vida sentí que todo estaba bien y estaba en paz, con todas las posibles deudas saldadas. Solo me quedaba seguir viviendo. Mientras recorría aquel bosque, sentí que la vida que me quedaba iba a ser sencilla, sin sobresaltos, sin grandes problemas ni conflictos, sin intensas emociones tampoco... el viento frío no podía augurar otra cosa. 

Después de caminar durante un tiempo indefinido, distinguí a lo lejos una casa. A medida que me fui acercando descubrí que me resultaba familiar. Finalmente, había vuelto a casa. Al traspasar la verja del jardín, contemplé una por una sus diferentes plantas. Estaban todas tal como las recordaba. Pero al echar la vista sobre la vieja maceta vacía, me sorprendió constatar que ya no estaba allí. En el hueco vacío que había dejado, algo en el suelo me llamó la atención. Me agaché y lo recogí: era una semilla. De colores brillantes y una forma que nunca había visto, pero era una semilla. Con las manos, hice un hueco en la tierra y la enterré. Después fui a por la manguera para regar la semilla recién plantada. Frotándome las manos y con la satisfacción del deber cumplido, salí del jardín y me metí en casa. Era hora de cenar.

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