sábado, 30 de diciembre de 2017

El cónclave de la Alameda



En las frías noches del invierno, la Alameda de Segovia queda desierta de seres humanos y es tomada por otros habitantes: los patos. A la escasa luz que la luna filtra por las ramas de los espigados árboles, quien por allí se interne, en silencio y con cautela para no ser apercibido, podrá distinguir la silueta de los locuaces palmípedos, a veces solos, a veces en pareja, otras veces en animados grupos que parecen estar celebrando alguna reunión.

Cuenta la leyenda que un día, hace muchos años, en una noche no excesivamente fría, pues la primavera comenzaba a deshelar las intensas escarchas de marzo, un borracho que volvía a su casa atravesando la alameda tropezó con un árbol y cayó, perdiendo el sentido. Al cabo de algún tiempo recuperó la conciencia, tendido a los pies de un alto y viejo chopo, y creyó escuchar voces cercanas. Giró la cabeza y distinguió un amplio grupo de patos formando un círculo entre los árboles. Lo que sigue a continuación es el relato de lo que aquel hombre vio y oyó, o tal vez de lo que creyó ver y escuchar, pues los años han pasado y los mitos crecen y engordan con facilidad. Por otra parte, no hay que olvidar que algunas veces es difícil distinguir la fantasía de la realidad, sobre todo cuando alguien se encuentra tendido bajo los árboles en una noche de pálida y menguante luna, camuflado entre las sombras de las disciplinadas hileras de álamos y quién sabe si tal vez aún bajo el influjo del alcohol.

Los patos formaban un ordenado círculo casi perfecto. Las voces sonaban extrañas y, como es lógico, semejaban extraños graznidos; no obstante, prestando atención poco a poco conseguía entenderse lo que decían.

"¿Cuánto tiempo más aún vamos a esperar? Llevamos casi una hora aquí. No tienen vergüenza."
"Estoy harto de su prepotencia. Siempre se hacen los misteriosos."
 "¡Silencio! Callad vuestros estúpidos lloriqueos. Todo llegará a su debido tiempo." El que acababa de hablar parecía un pato algo más grande que los demás, situado en la parte del círculo que estaba junto a un grueso tronco. Aquel árbol era uno de los más viejos de la Alameda, y bajo la escasa luminosidad su imponente figura semejaba un gigante retorcido, tal vez esperando el momento de erguirse y echar a andar.

De pronto, se armó un revuelo: parecía que por fin llegaban aquellos invitados a la reunión cuya falta de puntualidad tanto enojo causaba. Unos extraños seres de aspecto humanoide y algo más pequeños que los patos comenzaban a abrirse paso hacia el interior del círculo. Llevaban unos extraños gorros puntiagudos de color indefinido, y en realidad esto era lo único que tenían en común, pues presentaban un aspecto muy diferente unos de otros. Algunos eran más altos y delgados, caminando ligeramente encorvados y moviendo con poca gracia sus delgadas piernas; otros eran rechonchos y más pequeños, otros tenían anchas espaldas pero unas piernas cortas y delgadas. Algunos tenían frondosas barbas y altivos bigotes, otros mostraban el rostro desnudo. Había algunos calvos y otros con largas melenas, mientras que otras cabezas lucían un pelo corto e hirsuto.  Casi todos caminaban de forma extraña, moviendo sus miembros desacompasadamente, y sus rostros, aunque resultaban difíciles de apreciar claramente, resultaban extraordinariamente poco agraciados: grandes narices, muchos granos, barbillas prominentes, cejas muy pobladas o inexistentes, y la boca casi siempre formando complicadas muecas que, la verdad, a veces daban un poco de miedo.

Aquellos hombrecillos se sentaron en el interior del círculo, menos uno de ellos, de aspecto algo más favorecido que el resto, que permaneció en pie y comenzó a hablar.

"Disculpad el retraso. Hemos tenido que solucionar algunos problemas internos. Algunos de los duendes se nos habían perdido, y los hemos encontrado borrachos junto a una papelera. Por otra parte, de camino hacia aquí hemos topado con un grupo de ruidosos humanos, y hemos tenido que escondernos y esperar a que pasasen. Estos humanos, cada vez respetan menos los reinos de la noche."

 La mención del enemigo común, que al parecer eran los humanos, alivió los tirantes ánimos de los patos. Poco a poco todos los miembros de ambos grupos se enzarzaron en una animada discusión en la que, al parecer, se trataron varios temas: desde el respeto de sus espacios comunes (a los patos no les gustaba que los duendes se metiesen en sus zonas, y viceversa), hasta la cooperación mutua para ahuyentar a los perros que acompañaban a los humanos, y que tanto pavor causaban entre los patos. Aquí jugaban un papel esencial los duendes: invisibles para los humanos pero no para los perros, aparecían de pronto y tiraban de sus colas o les rociaban con agua, u otras acciones que pudieran causarles desconcierto. O a veces incluso miedo, por ejemplo cuando un grupo de varios duendes se lanzaban en tropel contra algún perro concreto y este huía despavorido, momento en que los patos podían respirar tranquilos, y en que los duendes se partían de risa y se felicitaban por el trabajo bien hecho. A cambio, los patos tenían que intentar congregar grupos de humanos, acercándose a ellos a pedir comida, para que una vez estuvieran embelesados echando sus migas de pan y haciendo fotos de los emplumados, los duendes pudieran colarse entre ellos en secreto y divertirse. Algunas pocas veces les robaban algún objeto personal, pero por lo general solían contentarse cambiándoles cosas de sitio, por ejemplo mudando objetos de un bolsillo a otro, revolviendo el interior de los bolsos de las mujeres o tirando de sus ropas para hacerlos tropezar (nada era más divertido para un duende que ver a un humano en el suelo maldiciendo).

Probablemente se contaron muchas más cosas, pero ay, el exceso de información no es cosa favorable para la retención en la memoria. Hasta que la conversación poco a poco fue sustituida por cánticos y - aquí es donde, tal vez, la fantasía ya campaba a sus anchas entre los desfigurados recuerdos - los cánticos se fueron convirtiendo en bailes y danzas en corro. Los grotescos hombrecillos resultaban aún más horrendos con las expresiones de diversión adornando sus rostros, pero esto no parecía importarles. Se cantó y se danzó largamente a lo largo de la noche, se recitaron versos y canciones en lenguas que no parecían de este planeta, se practicaron extraños juegos que, las más de las veces, solían consistir en empujones que eran celebrados a carcajadas cuando alguien acababa en el suelo... Aquel festivo aquelarre se prolongó quién sabe durante cuánto tiempo, hasta que poco a poco, como en cualquier fiesta normal de las que conocemos, sus integrantes empezaron a dispersarse. Los cánticos y bailes fueron menguando a medida que el cónclave resultaba menos numeroso. Finalmente, el último grupo de hombrecillos desapareció detrás de algún arbusto mientras que los pocos patos que quedaban volaron hacia el río buscando algún lugar donde descansar.

Cuenta la leyenda que aquel hombre no recuerda si se marchó esa misma noche o si le despertó a la mañana siguiente el ladrido de algún perro en su paseo temprano. El caso es que, desde entonces, recorrió muchas noches los arbolados pasillos junto al río buscando algo inusual, pero lo único que veía eran patos normales que se comunicaban con sus graznidos habituales. Y los hombrecillos grotescos jamás volvieron a mostrarse ante sus ojos. Llegó incluso a emborracharse adrede para pasear solo junto al río buscando a aquellos seres, pero estos nunca más aparecieron.

Y cuenta también la leyenda que aquel pobre desdichado, poseído por la obsesión de encontrar a aquellos seres, fue paulatinamente perdiendo el interés en todo cuanto le rodeaba: su trabajo, su familia, sus amistades... El deseo angustioso de volver a ver a aquellas criaturas le fue devorando por dentro como devora la madera el fuego, y fue así como su su alma se fue transformando en ceniza. Las últimas nociones que se tienen de él es de un viejecito que andaba siempre por la Alameda con rostro abstraído y hablando solo... Algunas veces caminaba erráticamente, pero en general solía pasar casi todo el tiempo sentado en el mismo sitio con los ojos fijos en ninguna parte, o quizás oteando detenidamente algún grupo de arbustos, no fuera a ser que, de improviso, algo inusual apareciera entre las hojas...